FLORANTONIA SINGER 22 de junio de 2020
@fsingerf
A
Juan le dieron dos tapabocas, un par de guantes, una bolsa con comida y un
envase de alcohol. De la terminal de Bogotá salió desinfectado, él y sus
maletas, y con un pinchazo en el dedo por la prueba de la
covid-19 en la que resultó negativo. El kit de protección se lo dieron
las autoridades colombianas, el viaje hasta Cúcuta le costó 50 dólares, después de
registrarse para solicitar la autorización en Migración. A finales de mayo
emprendió el regreso a Venezuela en un autobús en el que viajaba sin nadie al
lado, por las
medidas de seguridad que aplicaron en el transporte en Colombia. Apenas
cruzó el puente internacional Simón Bolívar salió de su cápsula. “Ahí, en la
mitad del puente, se acaba toda la bioseguridad”, contó la semana pasada por
teléfono desde el Estado fronterizo de Táchira, en medio del enésimo apagón.
“La Guardia venezolana amontona a todos bajo el sol, mientras hace los
chequeos. Los 10 que iban delante de mí dieron positivo, los cinco de atrás
también. No sé cómo no me contagié. Me tomó 15 horas cruzar el puente”.
El joven de 25 años es uno de los venezolanos que ha
regresado al país durante la pandemia del coronavirus por los pasos fronterizos
entre Colombia y Brasil, por las trochas o caminos informales o en vuelos
humanitarios gestionados por el Gobierno venezolano. Contra ese flujo
de migrantes, que hasta el retorno de Juan se mantenía en casi 1.000 ingresos
diarios, Nicolás Maduro ha dirigido toda la responsabilidad por el aumento de
los casos de la enfermedad en el país, luego de dos meses de una estricta
cuarentena que se juntó con la parálisis de la escasez de combustible.
Así como Donald Trump hablaba del virus chino, Maduro se
refiere al coronavirus señalando a Colombia y Brasil. A diario subraya
que la mayor cantidad de casos son importados, al punto de criminalizar a los
migrantes, unos de los más vulnerables sectores en medio de la pandemia. “No
acepten en sus casas a familiares que por capricho y de forma irresponsable han
vuelto por las trochas”, ha exhortado. Hace dos semanas restringió los ingresos
a tres días de la semana y a un máximo de 300 personas diarias, creando un
embudo del lado colombiano.
Unos 60.200 venezolanos han retornado a través de los
PASI (Puntos de Atención Social Integral), los controles sanitarios oficiales
para volver a casa, según los datos del Gobierno, a ellos se suman las personas
que cruzaron por caminos informales. Son escuelas, moteles y espacios
deportivos habilitados con colchonetas para dormir. De esos retornos, 2.251 han
resultado positivos en las pruebas. Esta semana, cuando se contabilizan más de
3.500 casos, más de la mitad registrados solo en junio, y 30 muertes, Maduro ha
hablado de reforzar el cerco sanitario en la frontera y ha anunciado
que echará para atrás la flexibilización del confinamiento en seis Estados e
implementará medidas más estrictas a partir del lunes.
Juan, que usa este seudónimo por temor a represalias
por sus denuncias, regresó a Venezuela luego de dos años y medio en los que
trabajó en la construcción y vendió tintos y pastelitos en las calles de
Bogotá. En los últimos meses estuvo contratado como repartidor. Llegó el virus
y quedó desempleado. Con los estudios universitarios casi culminados en
Venezuela, emigró para buscar una mejor vida y hacer dinero. Había hecho
ahorros, pero prefirió regresar a su país, antes que gastarlos en sobrevivir
durante la pandemia. Las horas que tardó en cruzar el puente, las dos noches
que durmió en las aceras del terminal de San Antonio del Táchira con 366
personas y los 15 días que pasó en un refugio habilitado en la escuela lo hacen
valorar de nuevo su decisión. “Si hubiese sabido que iba a pasar por eso, hubiese intentado aguantar en Colombia”.
Una vez en territorio venezolano, los migrantes están
en manos del Gobierno, en muchos casos bajo control militar. Hay denuncias de
detenciones por denunciar el mal estado de los refugios, con poca comida y
falta de higiene, y también noticias de escapes, como ocurrió en La Fría hace
unas semanas.
A Juan, además de sellarle el pasaporte y preguntarle
si tenía el carnet de la patria ―el instrumento a través del cual el Gobierno
entrega bonificaciones que también se ha usado para cooptar votantes―
le pincharon el dedo en el puesto migratorio para hacerle una nueva prueba. Las
dos primeras noches, los negativos dormían a la intemperie y los positivos
dentro de la terminal. Una vez le dieron comida, un pedazo de cochino y una
papa. Se las dieron en la mano porque no había platos. El aislamiento entre los
diagnosticados duró poco. “Cuando llegaron los buses a llevarnos otro refugio
todo el mundo se aglomeró”.
Los 15 días de encierro que siguieron en el Liceo
Nacional de San Antonio fueron de más precariedad. “Ahí daban las tres comidas,
pero un pan o una arepa sin relleno o una sopa que solo era agua caliente”.
Compartieron tres baños portátiles entre más de 300 personas, no tenían duchas
para bañarse ni agua corriente para cumplir las medidas básicas de prevención contra la covid-19 que
es lavarse las manos con frecuencia. La gente volvía con sus enseres. Los
cubiertos lo decomisaban, cuenta Juan. A un señor que tenía herramientas para
reparar relojes también lo despojaron de sus instrumentos de trabajo. “Entre el
hambre y el calor, todos los días que estuve ahí hubo peleas”. Un día antes de
partir le hicieron la prueba PCR y nunca supo el resultado. “Esos refugios van
contra la sanidad, se ven demasiadas cosas feas”, dice. “Me da tristeza volver
para ver que todo empeoró. Cuando me fui todavía había luz”.
El protocolo que ha establecido el Gobierno para las
personas que regresan consiste en la aplicación de pruebas rápidas. Los casos negativos deben cumplir una cuarentena de 14
días, de la que pueden salir después de una segunda prueba. El último
informe de mayo de OCHA (Oficina de Atención Humanitaria de la ONU en
Venezuela) advirtió de que algunos casos han sido diagnosticados luego de su
traslado a los Estados de destino. “Esto resalta la importancia de aumentar la
capacidad de diagnósticos conclusivos en los puntos de entrada que permitan un
adecuado protocolo de control y seguimiento sanitario de las personas
retornadas con covid-19 para evitar la propagación en otros Estados”.
La baja capacidad de diagnóstico de Venezuela, además
del frágil sistema sanitario, han sido una alerta constante de los epidemiólogos. Jennifer
regresó el mes pasado en un vuelo humanitario de Chile. Le tocó guardar
cuarentena de 15 días en un refugio habilitado en un viejo club en La Guaira,
en donde le quitaron su pasaporte y otros documentos. “Una noche llegaron
golpeando las puertas como si fuéramos delincuentes. Nos sacaron a un grupo de
ocho de los que llegamos, porque supuestamente éramos positivos”. La joven, de
34 años, fue llevada a un hospital de la zona sin presentar ningún síntoma. Le
hicieron la prueba molecular y tampoco le dieron a conocer los resultados. “Me
sacaron la sangre muchas veces, pero ahí lo que estábamos era secuestrados, sin
nuestros papeles, sin contacto con mi familia que es del interior y recibiendo
una comida en pésimas condiciones”, cuenta la joven que también prefiere usar
un seudónimo por temor. Allí pasó más de un mes hasta que un día, sin
explicaciones, le dieron el alta.
Esta semana, Ciro Ugarte, responsable de emergencias de
la Organización Panamericana de Salud, insistió en que la epidemia de la covid-19 en Venezuela sigue
siendo “preocupante” porque no se puede conocer con exactitud el número de
casos y el origen de los contagios. El país va a ciegas con la epidemia. “El
número exacto o inclusive aproximado cuando el sistema de vigilancia y
diagnóstico no está adecuadamente establecido es muy difícil de lograr”, zanjó.
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