martes, 16 de junio de 2020

Gerry Weil: el hippie del jazz que nunca dejó de reinventarse, por @Ramses_Siverio




Ramsés Ulises Siverio 14 de junio de 2020
@Ramses_Siverio

Su nuevo disco, Kosmic Flow, está repleto de colaboraciones con gente del hip hop, el pop y la música afrovenezolana, otro hito en una carrera siempre marcada por la audacia

A veces las expresiones más sublimes de la humanidad parten de su lado más oscuro. La historia de Gerry Weil comienza con una guerra, la del delirio supremacista ario, que estalló el mismo año en que él nació, 1939. Cuando acabó, desembarcó renovados furores por los ritmos del nuevo mundo entre tropas y fusiles de ocupación, y llevó a la Austria de su niñez un sonido que marcaría el rumbo de su vida.

—Vivía con mi abuela como refugiado en una casa de campo en las afueras de Salzburgo, luego de que un bombardeo destruyera nuestra casa en Viena, al final de la guerra. Me iba a jugar con otros niños a un puentecito cerca de un río, donde siempre veíamos a unos soldados alemanes: derrotados, muertos de hambre, recogiendo colillas de cigarrillo para fumar… y un día llegamos y no estaban. Había un tanque americano. Fue la primera vez que vi un negro. Era un soldado estadounidense que sacó una antena y sonó su radio: sa-ba-di, du-du-di, du-du-di, du-du-di. Wa-wa. ¡Era “In The Mood”, de Glenn Miller! Yo quedé con los ojos pelaos. Decía: ¿Qué es esto tan bonito? Y desde ese momento, cuando estaba en la casa de campo empecé a sintonizar la estación de las tropas norteamericanas.

Así comienza la travesía de un hombre que orgullosamente dice ser venezolano “aunque mis papeles digan que soy austríaco”. De una alegría Caribe que contrasta con el claro de sus ojos y su piel tostada por el sol y surcada por el paso de ocho décadas. Que asalta la prosa con voz ronca y coloquio alegre, aunque su lengua madre le haga tropezar el español. La historia de un hombre que iluminó el cosmos cultural venezolano con una explosión que acercó un género musical a una corriente huérfana de ritmos criollos. Un hombre cuyo legado trasciende décadas, ritmos, fusiones y géneros, en una conjunción de tres conceptos disímiles hasta su llegada: Austria, jazz y Venezuela. Desde entonces Gerry Weil es conocido como “el maestro del jazz venezolano”.

Porque al final eso es el género: una música hecha con muchas otras. “La tradición del jazz es que siempre cambia. Si dejas de cambiar dejas de crecer, no estás siguiendo la tradición, pero si sigues añadiendo cosas sigue cambiando. Si la gente dice ‘no puedes hacer esto’ entonces lo estás haciendo bien” —afirma el jazzista Robert Glasper.

Y eso fue lo que quiso Weil. Lo que reinventó a partir de géneros folclóricos nacionales desde sus bases, para crear un nuevo sonido alejado de cualquier superposición inocente. Lo que mezcló con electrónica, rock, funk, blues, salsa, música sinfónica y hasta hip hop en un viaje de eterna innovación que compaginó con su amor a la playa, el surf, el karate, los idiomas, sus gatos, la vida en familia y una profunda espiritualidad. Una vida que, si se quiere, es una alegoría misma del jazz.

De Viena pa’ La Guaira
Pero nada de esto ha sucedido todavía. Por ahora el joven Gerhard Weilheim tiene 17 años y se enrumba en un tren hasta Génova (Italia), donde toma un transatlántico al nuevo mundo. Viaja solo y nunca había visto el mar. Hasta la mañana de 1957, cuando vio los colores que destellaban en el puerto de La Guaira desde la proa del barco. Entonces se dijo: “Aquí me quedo”, y quemó naves en Caraballeda.

—Ahí vivimos dos años. Trabajé de portero nocturno en el edificio Santa María del Club Puerto Azul. Por las noches me dejaban la llave y descubrí que habían traído un piano para la inauguración del club El Galeón. Entonces me escapaba, y como era catirito la gente no pensaba que era un empleado (risas), y me ponía a practicar. La administración del edificio descubrió que tocaba algo, me doblaron el sueldo y me dejaban tocar en el restaurante del club los mediodías —rememora el maestro, antes de mencionar que hace dos años tocó con ese mismo piano, en ese mismo club, del que ahora es socio.

Ya mudado a Caracas, dos años después de su llegada, aprendió a tocar por su cuenta con jornadas de estudio de ocho a diez horas diarias por treinta años. Lo demás es historia.

Un jazz atrevido
Esa historia está recogida en 16 discos. Al menos esa es la cuenta que registra su hijo y mánager, Gerhard Weilheim, cuya emoción al hablar de Gerry no distingue entre los dos vínculos. Su álbum debut, El Quinteto de Jazz de Gerry Weil (1968), compila versiones de algunos de sus influyentes y asoma sus primeras composiciones, como “Expressions No.1”: un jazz ácido impregnado por la psicodelia hippie del momento. El Mensaje (1970), con sonido más depurado, reúne seis temas propios que bien pueden definirse como un rock en formato big band. Y en el cénit de aquel momento creativo, de ese quinteto surge una de las agrupaciones con el sonido más vanguardista de la época: La Banda Municipal.

—Éramos tan avant-garde que ningún sello nos grabó. Vytas (Brenner) grabó discos como Ofrenda porque era más comercial. Pero nosotros éramos los fritos del momento (risas). Creo que estábamos muy adelantados para la época. Tú oyes La Banda Municipal en este momento y es actual.

Eso recuerda Weil sobre los tiempos en los que el grupo era referencia de culto entre los melómanos de la época, que disfrutaban de su único concierto grabado (Teatro Municipal de Valencia, 1974) en los casetes piratas que vendían los buhoneros de la Plaza de Los Museos, en Caracas. Por fortuna el periodista Gregorio Montiel Cupello rescató la memoria de aquella grabación, 30 años después, para producir el único registro legítimo y remasterizado que existe de la agrupación hasta ahora.

Pero la banda tenía sus días contados: varios de sus miembros emprendieron otros proyectos, incluyendo al propio Weil, que abandonaría el grupo un año antes de la disolución en busca de una espiritualidad que, desde la visión hippie, solo se consigue lejos del sistema, en contacto con la naturaleza. Lo llamaban el drop-out.

Mérida: el viaje
Weilheim hijo recuerda con alegría su infancia de neblina, agua de manantial y vida silvestre. Sin energía eléctrica siquiera, la vida de los Weilheim (Gerry, su esposa Omaira y sus hijos Gerhard y Alexander) transcurría entre cultivos de rosas, frutos y vegetales. La meditación, la lectura de clásicos y la música eran sus quehaceres en una finca entre Jají y La Azulita, donde Gerry empezó a estudiar a Bach y compuso temas como “Mañana de campo en abril”.

—Yo siempre buscando pa’l monte (risas)… ¡en todos los sentidos! (risas)

Pero el viaje tenía boleto de retorno. La necesidad de insertar a sus hijos en la civilización los hace volver a Caracas, donde la realidad asalta al maestro como una bofetada. Sin ingresos y sin una casa propia, entendió que seis años fuera del sistema no pasan en vano. Era 1981. El mundo había cambiado.

El maestro Gerry
Si hay un epíteto obligado en la vida de Gerry Weil, además de músico, es el de profesor. Cuatro generaciones de músicos formados en casi 40 años de docencia le confieren la referencia. Quizás no todos conocen su nombre, pero sí el de muchos de sus alumnos. Jorge Spiteri, Ilan Chester, todos los miembros de Desorden Público, María Rivas, Prisca Dávila, Yordano, Huáscar Barradas, Asier Cazalis y OneChot son solo algunos de los que llevan la formación del maestro.

—El espacio que ocupa Gerry en la educación musical en Venezuela es enorme. La construcción de país que hay en eso muy grande, porque cuando pasas 40 años de tu vida dedicado con pasión a tus alumnos estás haciendo una obra país única. ¡La cantidad de muchachos que encontraron su destino artístico en las manos de Gerry! Pero además con una visión formativa no solo en lo musical, sino que enseña una actitud hacia la creación, de veneración y respeto hacia la música, que es una cosa conmovedora —resume su biógrafa, Cristina Raffalli, melómana declarada que no tuvo que ver clases con él para entenderlo, sino acompañarlo durante dos años para escribir su obra Al ritmo de Gerry Weil.

El guitarrista Diego Ayala confirma ese sentido místico del maestro:

—Te transmite una inmensa modestia ante el misterio de la música. La suerte que tenemos de jugar con algo tan abstracto y tan misterioso. Que la podemos entender poco a poco a través del estudio y la práctica —explica desde Francia, desde donde sigue tomando clases con Weil.

Esta es, quizás, una de las facetas más conocidas del maestro. Lo que pocos saben es que comenzó a hacer esto al llegar a Caracas, luego de aquel drop-out, para ganarse la vida.

—Empecé a dar clases en bicicleta por Caracas. Y pegando letreritos en farmacias y automercados que decían “se dictan clases de música”.

La leyenda urbana del mundillo cuenta que, para entonces, Weil recibió clases por correspondencia en la famosa academia Berklee College of Music, pero la realidad es otra:

—Nunca estuve inscrito en Berklee. Tenía un alumno que sí se inscribió en los ochenta, pero no hablaba inglés. Entonces me pagaba para que estudiara las lecciones que le daban y me convirtiera en su tutor explicándole sus tareas. Se graduó, yo aprendí y metí todo eso en mi sistema. De forma indirecta fui profesor de Berklee.

La visión de Raffalli desde su experiencia con alumnos de Weil es que enseña lo que todo buen maestro tiene que enseñar: el sentido de libertad en la creación. Encontrar la voz artística de cada cual como un reflejo de ellos mismos. Y Diego Ayala recuerda como un mantra la definición de música del maestro:

—Un gesto de amor de lo divino hacia nosotros y nuestra respuesta con pasión y agradecimiento. Creo que esa frase resume su filosofía musical y mi crecimiento, tanto musical como espiritual.

De lo espiritual en la música
Esa espiritualidad también ha impregnado su obra, como atestigua su último disco, Kosmic Flow: un álbum cuya fusión base de jazz y hip hop hace que la palabra “experimental” quepa en un género que, por definición, es experimental. Melodías swing y R&B aparecen en el disco con rasgueos de guitarras funk, figurajes reggae y un omnipresente sample-beat hiphopero que alcanza hasta para un tema trap.

De las colaboraciones, ese sello distintivo del hip hop, es precisamente de lo que hace gala este disco. Kosmic Flow reúne artistas del género como Apache, Afreeka, Ron Lion The Monster, la agrupación Free Convict, el beatboxer Jhoabeat, Sibilino (ex Tres Dueños), OneChot, Mc Klopedia y el veterano hiphopero costarricense Toledo.

Otras colaboraciones, fuera del beat y las rimas, suman al guitarrista Rafael Antolínez (Caramelos de Cianuro y Le Cinema), Henry D’Arthenay (La Vida Bohème), Chipi Chacón, las cantantes Laura Guevara, Hana Kobayashi, Liana Malva y Trina Medina, el baterista Orestes Gómez y la agrupación juvenil de música venezolana Ensamble B11. Un disco grabado y producido entre Viena, Caracas, Medellín, Miami y Ciudad de México. El arte del disco, del diseñador venezolano Luispa, y el duplicado se hicieron en Nueva York.

Ese es el envoltorio musical para temas como “Ima Koko Ni” (Aquí y Ahora, en japonés), un hip hop en el que rinde tributo a Venezuela y donde recita en japonés los cinco principios del reiki: “Solo por hoy no te molestes, no te preocupes, sé agradecido, trabaja con ganas y honestamente, sé amable”. “Rap de las Tortugas”, con un mensaje de cuidado al ambiente; “Achanta el Pure e’ Pana”, sobre la importancia del perdón; y su reedición de “Govinda Shakti”, con melodías hindúes que invocan la visión de paz y amor desde esa religión que, como las demás, le parece maravillosa.

Es el último de los tres discos que ha publicado en menos de un año, junto con Live in Vienna (2019) y Gerry Weil & Simón Bolívar Big Band Jazz (2019). Y aunque afirma que 16 discos es poco para su trayectoria musical, su trabajo es referencia musical para artistas de todo género en el país. De ahí su faceta como productor, la cual define como otra forma de educar, porque orienta al artista en conceptos musicales, artísticos y hasta espirituales.

—No es mi plato fuerte, pero un músico debe saber de todo, incluso de producción.

Primogénito, de María Rivas (1990); En Descomposición, de Desorden Público (1990); y el EP de la banda Tulio Chuecos (2007) son sus tres discos producidos, sin contar los temas individuales que ha trabajado para otros artistas como Onechot. “Tulio Chuecos era una banda de excelentes músicos de la escuela de Arquitectura de la UCV. Era lo más parecido a Radiohead en Venezuela”, recalca el maestro.

Paz y amor
Quienes lo conocen coinciden en que Gerry tiene un defecto: la terquedad. Aunque no tienen claro si es un defecto en su caso. Un día en Viena, cuando tenía ocho años, le insistió tanto a su abuela que quería ser músico que ella lo llevó a un conservatorio. Luego del examen el maestro concluyó que su amor por la música era incompatible con su oído musical. Pero esa testarudez le daría, más de 70 años después, su justicia poética: en la misma ciudad donde alguien dictó que jamás podría ser músico, grabó su Live in Vienna en 2018, en una cruzada de esfuerzos y sacrificios propios de un artista joven.

—El concierto lo grabé yo con una grabadora sencilla que conecté a la consola —recuerda su hijo Gerhard.

Fue el primer disco de esta etapa de relanzamiento, o como lo llama Weilheim, “el renacer” de su padre, luego de un tumor que, si bien resultó no ser maligno, despertó alarmas en familia y allegados: con semejante carrera musical a cuestas, sin embargo el maestro no tenía cómo costear su operación.

—Estaba en casa con mi mamá y lo llamamos para saludarlo. Ahí nos comenta un poco angustiado que le habían detectado unos tumores y que no sabía cómo recolectar dinero para la operación —recuerda el guitarrista Diego Ayala—. Nunca dudé de que íbamos a recolectar los fondos, pero me sorprendió la generosidad de todo el mundo, la rapidez con la que alcanzamos la meta y cómo la superamos —añade.

Desde ese momento su hijo Gerhard se juró a sí mismo que mientras estuviese vivo no permitiría que aquello se repitiera. Por eso es su mánager desde hace tres años. Le ha tocado no solo relanzar su carrera, sino aterrizar a su padre en la realidad económica del país.

Con casi 81 años, Weil sigue dando clases desde su misma casa en Sabana Grande y prepara proyectos de internacionalización con su hijo. Es lo menos que puede esperarse de quien aspira llegar a los 120 años haciendo música y explorando nuevas facetas, como hizo con el surf y el karate, con los que acompañó a sus dos hijos por el mundo como atleta (karate) y team manager (surf), sin dejar a un lado su frecuente uso del alemán, español, inglés, francés y algo de japonés. Eso sí, siempre de la mano de la mujer que ha sido su motor desde el anonimato: su esposa Omaira González.

—Si tuviera en mi alma una Plaza Bolívar pondría una estatua de Omaira. Hubiera sido imposible haber logrado lo que he hecho con mi vida hasta este momento sin la maravillosa presencia de este ser que dejó todo, su carrera como artista plástica y de danza, para educar a mis hijos y asistirme como compañera de vida durante cincuenta años de casados, que cumplimos en agosto. Merece una estatua del mejor mármol, o de oro, por calarse este loco —resume.

Así transcurren los días para el maestro Weil, cultivando del amor, el perdón, la disciplina, el trabajo y la felicidad como filosofía de vida; fiel creyente de que esto solo se consigue en el interior y que en realidad es poco lo que se necesita de fuera. En su caso: estar descalzo en la playa o en su casa, una cerveza fría, la comida diaria y un piano bien afinado. Eso le basta para seguir haciendo música, para seguir iluminando el cosmos del jazz con la eterna re-creación de un género que es constante evolución. Un movimiento perpetuo, como su propia vida, la de un eterno hippie del jazz venezolano que nunca deja de reinventarse.


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