Carolina Gómez-Ávila 15 de febrero de 2021
El debate es un ejercicio precioso y utilísimo,
cumplidas ciertas premisas y seguido cierto método. De resto, es inútil o es un
desastre.
Si se debate con gente cuya devoción a una idea o
líder es el sustento de sus razonamientos, es un desastre. Son feligreses y el
desastre estriba en que jamás lo admiten, ni que retuercen todo lo que dicen
hasta que se ajuste al objeto de su devoción. A esa gente no hay modo de sacarle
algo de provecho ni de instarlos a revisarse o a callarse.
Si el debate es entre feligreses contrarios, termina
mal por aquello de que la mejor defensa es el ataque, cuyo nivel depende de los
modales de cada quien y esos siempre están a un paso del despeñadero. Si
debaten feligreses del mismo afecto, es inútil. Apenas identifican señales de
su culto en los otros, se vuelven condescendientes y el resto del tiempo se
deshacen en loas a lo reverenciado y en mutuas y grotescas lisonjas públicas.
También se debate para rizar el rizo, para triturar lo
que ya está desmenuzado. Como cuando se discute si el agua es importante o no
para la vida en un debate sobre las formas de evitar el cambio climático.
Agotador pero muy frecuente porque la política comienza en las redefiniciones.
Por eso hay quien se detiene a caracterizar el tipo de
hegemonía que define al Gobierno en la mitad de un debate sobre la forma de
exigir elecciones presidenciales y parlamentarias libres y justas. Con el
barranco a un paso.
Alguno dirá que se hace con sincero interés por el
conocimiento y que tal digresión puede aportar novedades al pensamiento
histórico y social. Otros asegurarán que una adecuada caracterización será útil
a terceros para que diseñen un método efectivo en la lucha por el retorno a la
democracia.
Pero sucede que paralizar al adversario es una acción
política, así que el debate en sí mismo no es inocente. Quienes se hunden en la
duda sobre la caracterización del régimen son incapaces de denunciar que
vivimos en dictadura. Más perversamente, la duda puede ayudarlos a justificar
el origen de la opresión y a facilitar su aceptación. Y, sobre todo, a apagar
la exigencia de retornar a la alternancia democrática a través de elecciones
libres y justas. Solo quienes ya tienen el poder salen beneficiados de estos
debates sobre aspectos marginales o exclusivamente teóricos.
Una variante de esta actividad que retrasa la libertad
es la de confundir lo que ya está claro, como las elecciones «libres y justas».
A esto no hay que añadirle ni quitarle nada porque no es poesía sino una lista
de condiciones y procedimientos claramente definidos y aceptados por el mundo
libre.
Pero he aquí que nuestros prospectos de líderes
políticos (no, todavía no llegan a líderes) cambian la que debe ser la consigna
de todos. De pronto, no les parece que hay que usar el código que comparten
instituciones y aliados: «libres y justas», así que un caprichoso añade
«verificables», otro cambia «justas» por «limpias», otro dice que además de lo
anterior deben ser «transparentes», otro más le quita algo para sustituirlo por
«comprobables» y así van degradando sus relaciones con la comunidad
internacional y el objetivo de lucha del pueblo.
La lista de condiciones que bajo el título de
«Elecciones libres y justas» creó la Unión Interparlamentaria Mundial y avalan
las Naciones Unidas, es del conocimiento y dominio de todos estos voceros. Los
ofendo si digo que no la han leído y los ofendo si digo que la cambian
intencionalmente para que el pueblo no sepa por qué luchar y prefieran ir
detrás de un pobre liderazgo en vez de alzar una poderosa bandera.
Pero la lucha es por elecciones libres y justas.
Carolina
Gómez-Ávila
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