Ismael Pérez Vigil 17 de agosto de 2024
@Ismael_Perez
Hoy,
17 de agosto, se cumplen 20 años del fallecimiento de mi padre. Dudé mucho en
escribir un homenaje personal a su recuerdo, porque siempre he escrito sobre
política, excepto en contadas ocasiones y −esperando la comprensión de quienes me
lean−, decidí que ésta sea una de ellas. Además, también conviene un “receso”
por el ambiente borrascoso y de persecución a las ideas −a ciertas ideas− desde
el 28 de julio. También por eso decidí aprovechar la ocasión, pues en tiempos
de ignominia, conviene recordar los valores y ejemplos bajo los cuales fuimos
criados.
La
idea surgió hace unas semanas cuando, revisando carpetas y archivos, me
encontré, sorpresivamente con unas cartas, respuestas a algunas suyas, todas
correspondencias oficiales; unas de 1955 dirigidas a los consulados
venezolanos, de Bilbao principalmente, arreglando sus papeles y los míos, para
viajar a Venezuela; y otras de diciembre de 1956, cuando empezó su proceso de
naturalización, ya en Venezuela. Mi padre y yo llegamos a Venezuela el 17 de
febrero de 1956 y se nacionalizó muy rápido y tuvo la brillante idea de
nacionalizarme a mí, ejerciendo la patria potestad, en cuanto pudo, cuando yo
tenía unos 11 o 12 años y fue necesario sacar mi cédula de identidad; gracias a
eso soy venezolano por nacimiento y hoy tengo doble nacionalidad.
La motivación.
Pero
lo que más me motivó a escribir esta nota, en este aniversario de su
partida, fue su recuerdo por unas cartas, anodinas, que encontré, que me
llevaron a revisar otras que conservo de él; algunas dirigidas a mi cuando
estudié mi postgrado en San Francisco, otras dirigidas a mi mamá, quien emigró
a Venezuela seis meses antes que él y yo (a él como expresidiario político y
por la edad, mas de 35 años, no le facilitaron la salida de España), otras que
consiguió mi madre en España, de las que él envió a mis abuelos y hermanas y,
finalmente, algunas relativas a las distintas gestiones que hizo para recuperar
su nacionalidad española y tener derecho a su pensión de invalidez, pues perdió
un ojo ejerciendo su oficio en España, cuando aún era muy joven. Pero, nadie
espere encontrar en estas líneas una cosa diferente al mero relato y recuerdo
personal de un modesto y común ciudadano, que tuvo que emigrar huyendo de la
sórdida España franquista, por creer en la República, la democracia −que era
apenas una idea− y la justicia social; y que tuvo, como única norma de vida, el
culto al trabajo y la rectitud personal como norma de conducta.
Escribidor
y palabras.
Para
alguien que como yo expresa sus ideas por escrito, semanalmente, las cartas que
reencontré me recordaron la importancia que, para mí papá, tenían las palabras;
las palabras escritas −porque no hablaba mucho−, la comunicación por carta, que
exigía una paciencia que hoy no tenemos, aunque vivimos en un mundo de palabras
y la palabra lo construye todo, como constantemente nos lo recuerda la
extraordinaria escritora española, Irene Vallejo. Mi padre no fue un escritor,
ni mucho menos, pero fue un notable “escribidor” que creía en la eficacia de la
palabra escrita y tenía la firme convicción de que una carta, debidamente
escrita, respetuosa y con firmeza, producía resultados, pues “nadie −decía−
pone por escrito, a otra persona, algo en lo que no cree”.
Ajustador
Mecánico.
Pero
si no fue un escritor, sí fue un buen “escuchador”, un apasionado de estar bien
informado y, sobre todo, un lector pertinaz. En mi casa siempre hubo libros y
había un culto al libro, a la lectura, a estudiar. Aprender y leer, fue algo
que hizo mi padre desde pequeño, en la precariedad escolar de alguna “aldea”
asturiana, de las varias en donde nació, creció y vivió y en donde aprendió,
bien y todo, lo elemental que brindaba la educación de la época: leer, escribir
y las cuatro operaciones; lo suficiente para escribir con clara y bella letra y
para leer lo necesario para convertirse −en la España de la preguerra civil− en
un obrero especializado; porque eso fue mi padre inicialmente: un “ajustador
mecánico”, que −como él mismo me explicó alguna vez− se ocupan de que las
piezas y componentes que hacia el tornero, ajustaran adecuadamente en las
máquinas o equipos a las que estaban destinadas. Ajustador mecánico, eso era mi
padre; eso moldeó su vida, pues hombre y oficio se moldean mutuamente. Lo
imagino en esa tarea minuciosa, detallista, ordenada, de ajustar una pieza,
como lo vi después trabajando como contador, una vez que se jubiló de la
empresa en la que trabajó y en la que comenzó como cobrador y llegó a ser el
Gerente General.
La
empresa de su vida.
Quizás
vale la pena explicar lo que hacía esa peculiar empresa y referir cómo los
simples ciudadanos, venidos de otras tierras en muy precarias condiciones,
contribuyeron a crear este país, cuando no se hablaba de “emprendedores”. La
empresa en la que trabajó mi padre, toda su vida, de ser una mediana empresa
que se dedicaba a la venta de maquinaria y equipos de imprenta, a la muerte de
su fundador y tras disputas familiares, redujo enormemente su actividad y una
de las tareas a las que se dedicó, con cierto éxito, fue a comprar equipos de
imprenta, que eran desechados por renovación u obsolescencia tecnológica en
Estados Unidos, los reparaban, adaptaban y colocaban a crédito en las pequeñas
imprentas de todo el país y en los modestos periódicos regionales y locales.
Esa venta se realizaba con el único aval y fianza de la palabra personal, en la
Venezuela de los años sesenta y setenta del pasado siglo, que aún no está tan
lejano. Yo no sé si ese era un modo usual de hacer negocios en esa particular
rama de actividad económica, pero a mí me parecía una proeza extraordinaria, en
una época en la que no se ensalzaba como “emprendimiento” cualquier actividad.
La
guerra civil.
Retrocedo
ahora a la España de la pre y post guerra civil para explicar cómo la vivió mi
padre, pues la guerra civil española lo encontró en el frente republicano, en
Asturias, cuando solo tenía 18 años y comenzaba a aprender y practicar el
oficio de ajustador mecánico, que ya comenté. No puedo decir que la guerra lo
sorprendió del lado republicano, porque −según él mismo decía− “… la guerra
sorprendió a pocos, se veía venir…” y él era un republicano convencido.
Le pregunté una vez si había estado en el “frente” y con una sonrisa triste me
contó que sí, que llegó a ir al “frente”, unos pocos días, al final ya de la
guerra; que le entregaron un fusil con algunas municiones y un día lo
apostaron, con otros jóvenes como él, en un parapeto para “contener” a los
enemigos cuando se acercaban, numerosos y bien armados; el cerraba los ojos −me
decía−, apuntaba hacia arriba, hacia el cielo, y disparaba: “…yo jamás podría
disparar a otro ser humano…”, me explicó; los retiraron del “frente” y no
volvieron; a los pocos días los “desmovilizaron”; después de todo, solo eran
unos simples milicianos, civiles, y la guerra estaba terminando con el
inminente triunfo de los nacionalistas, franquistas, alzados contra la
República, y contra todo aquello que mi padre creía a sus veintitantos años.
De
obrero a preso político.
Finalizada
la guerra civil regresó a la “aldea” en que vivía, Logrezana, enclavada cerca
de las empresas siderúrgicas asturianas entre Gijón y Avilés y continuo,
entonces, aprendiendo su oficio de ajustador y comenzó a militar como joven en
lo que fue la organización obrera que dio origen al PSOE; por involucrarse en
actividades políticas, después de la guerra civil, fue apresado y condenado a
prisión, en donde estuvo cuatro años, en diferentes partes del país, Sevilla,
Guadalajara −creo− y finalmente Oviedo. Al salir de la cárcel, a mediados de
los años cuarenta, conoció a mi madre y estaban arreglando la boda, cuando fue
nuevamente preso, dos años más; esta vez en Oviedo, en mejores condiciones,
pues mi madre lo podía visitar −cosa que hacia todos los días, en los que había
visita− para llevarle comida, medicinas y ropa limpia. Ese fue parte del oficio
y suerte de muchas mujeres españolas, cuyos hijos y esposos sobrevivieron a la
guerra.
De
preso político a “contador”.
Cómo
mi padre paso de obrero a ser “contador”, de alguna forma explica el culto a la
palabra escrita, a la correspondencia, en una época sin Internet y redes
sociales, contando solo con un precario correo, vigilado por sus carceleros;
pues en la cárcel, ya organizados como presos políticos y con algunos derechos
respetados, les permitían tener reuniones y discusiones y mantener su
disciplina partidista y estudiar por correspondencia. Mi padre, la primera vez,
estudió contabilidad y el Alcaide de la cárcel, en la segunda oportunidad en
que estuvo preso, enterado de eso, lo encargó de llevar la contabilidad de la
comida y abastecimiento de los presos; así se hizo “contador”’. Con letras, con
cartas, en la práctica en una cárcel, desarrolló un oficio que no pudo
desempeñar en España, salvo en esa cárcel, llevando las cuentas de comida y
otros abastecimientos de quienes, como él mismo, estaban presos; pero esa
experiencia luego le sirvió en Venezuela para desarrollarse en la única empresa
en la que trabajó toda su vida y cuando se jubiló, para continuar el oficio
llevando la contabilidad de algunas pequeñas empresas, de familiares y amigos,
por el resto de sus días, hasta que falleció.
Hallazgo
de algunas cartas.
Había
nacido en Cabranes el 25 de diciembre de 1918, en alguna localidad o caserío
que nunca supe, de ese pequeño concejo de la Provincia de Oviedo, en Asturias,
y falleció el 17 de agosto de 2004, en Caracas, el día del cumpleaños de mi
madre, al final de un “cacerolazo”, en protesta por lo que suponíamos era el
fraude del referendo del 4 de agosto de 2004. Después de “cacerolear” desde su
ventana, simplemente se fue a recostar y allí se quedó, afortunadamente sin
dolor ni sufrimiento, posiblemente a causa de alguna de las aneurismas, de las
que padeció. Tenía 86 años.
Después
de su muerte, ayudando a mamá a recoger todas sus cosas, me encontré con otras
cartas −las de los abuelos que ya conté− y con algunas de sus “agendas”, donde
todo estaba anotado minuciosamente; no eran un diario, pero casi. La última
agenda fue como si, presintiendo su muerte, me hubiera dirigido una carta, para
contarme todo aquello de lo que tenía que estar pendiente; por esa
carta/agenda, con precisas anotaciones de ese año que corría, me enteré de las
citas médicas de él y las que, para control, estaban pendientes de mi mamá; de
lo que había en cada una de las cuentas bancarias −con las claves, que nos
permitieron el acceso a ese dinero, para seguridad de mamá− de lo que estaba
pendiente con las empresas a las que les trabajaba −nada−; y de las deudas que
tenían con él algunas de ellas, que todas fueron honradas, como él las honró
con su trabajo.
Culto
a las palabras.
Desde
luego es demasiado pretencioso hacer de cartas y agendas unas “piezas
literarias”; reconozco que es solo un pretexto, nadie se va a ganar una mención
literaria por cartas dirigidas a organismos y funcionarios públicos y
anotaciones en una agenda; porque eso eran, simples cartas, minuciosamente
escritas y explicadas sus razones y algunas precisas, pero detalladas,
anotaciones en agendas que, como ya dije, ni siquiera eran un diario. Pero, ¿Es
pretencioso decir que esas cartas eran su forma de reconocer su culto a la
palabra, a la escritura? No lo sé ni lo creo, pero sí eran un espejo de su
mente y su personalidad meticulosa, reservada y callada.
Quizás
sin esas cartas puedo decir que hoy conocería menos a mi padre y solo puedo
lamentar no haber hablado más con él, no haberle exprimido toda su experiencia
de la preguerra civil, cuando era apenas un adolescente; su experiencia como
militante político que lo llevó a la cárcel, seis años, como joven adulto; su
experiencia y rutina en la cárcel, de la que conservo fotos y guardo en la
memoria algunas anécdotas que me contó −y que algún día escribiré, para mis
hijos−; lo que sintió cuando tuvo que dejar la misera España franquista,
huyendo de persecuciones políticas, dejando atrás a sus padres −que no volvió a
ver−, hermanas y sobrinos, a los que si logró ver años más tarde, cuando tras
la muerte de Franco, decidió volver a España de visita, a reencontrarse con los
recuerdos de esa vida que había dejado atrás, hacía muchos años. De España se
trajo sus deseos de trabajar, sus valores republicanos, la minuciosidad del
ajustador mecánico, la disciplina que le dejó la cárcel −que, como preso
político, le enseño a confiar en los demás y sobre todo a escuchar y pensar−
una boina negra que le duró poco y que después repuso y su pasión por el Real
Madrid, que me trasmitió a mi y a sus nietos.
Conclusión.
Sé que
es una fantasía, totalmente irreal e inverosímil, probablemente un deseo más
personal y obsesivo que cualquier otra cosa; pero, como me gustaría conocer su
opinión, acerca del actual gobierno socialista español, como viejo militante de
una juventud obrera y socialista, cuya actividad política lo llevó a la cárcel
y al exilio. Su opinión sobre Pedro Sánchez, sobre Rodríguez Zapatero, y sobre
alguno de esos personajes como Juan Carlos Monedero, o como Pablo Iglesias
homónimo del Pablo Iglesias Posse, quien fuera fundador del PSOE y a quien mi
padre admiró a pesar de que falleció cuando él era muy niño. No creo que
tuviera muy buena opinión de ninguno de esos personajillos de ópera bufa.
Descansa
en paz, papá, donde quiera que estés; aunque nunca fuiste un creyente, yo sé
que estás donde deben estar las buenas personas que pasan por esta vida,
trabajando duro, dando ejemplo de principios y honradez a todos los que tienen
cerca y sin hacerle daño a nadie.
Ismael
Pérez Vigil
@Ismael_Perez
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