Ismael Pérez Vigil 02 de noviembre de 2024
Cuando
escribí hace unas semanas sobre «Mi Padre» (17/08/2024, https://bit.ly/4dMLbu8), sabía que
estaba contrayendo una deuda que pronto me saldría al paso. Por ello, hago una
pausa en la reflexión sobre la política para saldar esa deuda y escribir
sobre «Mi Madre». Además, varias amigas, especialmente aquellas que
la conocieron, me reclamaron que no había escrito sobre ella.
Temperamento de una Inmigrante
María
de los Ángeles Vigil, o simplemente Ángeles como todos le decían –excepto yo,
que la llamé “mamá” toda la vida–, nació en Gijón, al norte de Asturias, en
agosto de 1921. Siempre se estaba riendo, lo hacía con toda la cara,
especialmente con sus ojos grandes que entrecerraba y nunca se preocupó por las
arrugas o “patas de gallo”. Tenía un gran sentido del humor y mucha “chispa”,
celebraba cualquier chiste que le contaran, sin importar si ya lo sabía o se lo
repetían varias veces, lo celebraba igual y antes de empezar ya se estaba
riendo; ella también siempre tenía uno para contar.
Frecuentemente
cantaba, tenía muy buena voz, había pertenecido a algún coro de la parroquia
donde vivió de niña y adolescente. Tenía gran oído musical, desafortunadamente,
de entre todas las cosas que le “heredé”, el oído musical no fue una de ellas.
En mi casa siempre había discos. Una de las primeras cosas que hizo en Venezuela
–cuando nos mudamos solos, ya que los primeros tres años vivíamos todos juntos–
fue comprar un tocadiscos usado y, a partir de allí, siempre había un disco
nuevo en casa. Por supuesto, empezó con los de pasodobles y los de las
películas de Sarita Montiel, pero también había discos de Javier Solís, Ray
Conniff, la Billo’s, Los Melódicos, Héctor Cabrera, Mario Suárez, Mirla
Castellanos, Cherry Navarro, cualquier cosa que sonara, le encantaba.
Marcas
de la guerra civil.
Sufrió
todas las vicisitudes de la cruenta guerra civil española, que la dejó huérfana
a los 15 años, a cargo de su madre y con tres hermanos, el mayor de 17 y el
menor de 10. Las penurias de esa guerra, la mala alimentación y la tensión de
correr al refugio cuando sonaba la alarma que anunciaba un bombardeo de la
aviación o la llegada del crucero Almirante Cervera –el mismo que mató a su
padre y que solía cañonear el Puerto de Gijón y otras poblaciones costeras como
Santander y Bilbao– quizás dejaron secuelas que la convirtieron en una mujer
delicada de salud. Padeció de sinusitis y otras afecciones, entre ellas una
renal que le curó el Dr. Regetti, “…el mismo de Caldera” –decía orgullosamente
y agregaba: “eso solo pasa en Venezuela”. Delgada, delicada y frágil como era,
nunca fue una mujer débil y la prueba más significativa es que sobrevivió a esa
guerra, al encarcelamiento de mi padre cuando apenas eran novios –diez años
después de finalizada la guerra– y a la emigración a Venezuela.
En
1955, ella y su hermana, dos años menor que ella, vinieron a Venezuela −país
del que habían oído hablar un par de semanas antes de embarcarse en el Monte
Albertia− porque a mi padre y a mi tío, por su edad y pasado político, no les
permitían salir de España. Así, mi mamá y su hermana, animándose mutuamente, no
dudaron en emprender la aventura de la emigración. Ahorrándoles los detalles de
su llegada a Venezuela, contaré simplemente que llegaron al país a limpiar
casas y cuidar niños ajenos. Pero sus empleadoras rápidamente descubrieron sus
dotes de costureras y también las pusieron a hacer ropa para ellas y sus hijas,
lo que les permitió ahorrar rápidamente. En menos de seis meses, gracias a esos
ahorros y el mecanismo del “reclamo” que nunca he comprendido, llegamos al país
su madre, mi tío, mi primo, mi padre y yo. Una vez en Venezuela, mi abuela fue
“reclamando” a sus otros hijos y todos mis tíos, sus esposas e hijos vinieron a
Venezuela.
Mamá y
mi padre.
Mis
padres fueron una pareja ejemplar y muy unida. Se conocieron “entre dos
periodos carcelarios” de mi padre, al que volvieron a encarcelar dos años más
cuando preparaban la boda. Ella lo visitaba todos los días que había visita y
buena parte de lo que ganaba como costurera se le iba en hacer esas visitas
para llevarle ropa limpia y comida. Mamá entendía el más mínimo gesto de mi
padre y no había nadie que lo conociera más a fondo, parco en palabras y poco
efusivo como era. A ambos les tocó emigrar, ella primero, en completo acuerdo
entre ambos, sin dudar en cambiar de país para cambiar de vida, dejando atrás
todas las privaciones de la posguerra, todo lo que habían sido para ser todo lo
que podían ser.
A
todos nos sorprendió, dada la delicadeza de salud de mamá, que ella le
sobreviviera; ambos murieron con tres años de diferencia −mi padre a los 86
años y ella cumplidos los 88−, en esta tierra a la que amaron como a nada. Sus
cenizas quedaron en este país, al igual que los restos de mi abuela y todos mis
tíos, todos enterrados en Venezuela y los primos permanecemos en el país, con
la excepción de mi prima que, después de tener hijos aquí, se estableció en
Costa Rica.
Oficio
Mamá
estaba a medio camino entre costurera y modista; no era modista porque no
diseñaba ropa para mujeres, pero tampoco era solo una costurera porque no se
limitaba a arreglar ropa, sino que la hacía. Toda la vida, que yo recuerde al
menos, se hizo su propia ropa, incluyendo abrigos o ropa elegante para salir de
noche o para ir de fiesta. Compraba la revista Burda, que traía un
“patrón” lleno de líneas entrecruzadas con diferentes colores, grosores,
símbolos y letras –que yo nunca logré entender, pero ella sí, e imagino que
muchas mujeres como ella también lo hacen–. Identificaba su talla en ese
“patrón”, le ponía encima un papel de manila, de ese trasparente, copiaba el
“patrón” y con esos hacía su ropa, para ella, para mi abuela, para su hermana y
su cuñada; por supuesto, también le hacía la ropa a sus sobrinas y a mi hija.
A mi
hija le hacía todo tipo de vestidos y vestía a su muñeca, la “Mariquita Pérez”,
de la misma manera. Paseaba a mi hija con su cochecito, y la “Mariquita Pérez”
iba vestida igual. Invariablemente, mamás y abuelas le preguntaban dónde había
comprado esa ropa y, cuando ella respondía que la hacía ella, la siguiente
pregunta era: “¿Cuánto me cobra por hacer algo parecido?”. La respuesta
invariable era: “No hago cosas para vender”. Mucha gente le sugirió montar una
tienda, pero ella siempre declinaba sin dar explicaciones. Nunca insistí en ese
tema, quizás porque apreciaba esa exclusividad familiar.
Tejidos
y bordados.
Tejía
con dos agujas con una pericia impresionante todo tipo de prendas. Sus suéteres
eran simplemente espectaculares. Recuerdo cuando estuvo de moda en Venezuela el
cantante mexicano César Costa, quien traducía y cantaba las canciones de Paul
Anka y usaba suéteres de colores llamativos, ella me tejió varios parecidos, lo
que me convirtió en el adolescente más envidiado por mis amigos. Todo el mundo
preguntaba dónde se podían comprar suéteres iguales, y yo, orgullosamente,
respondía: “Los teje mi mamá, pero no teje para vender”. Aún conservo dos o
tres de esos suéteres y jamás me desprenderé de ellos. Lo que ella y mi tía
hacían con dos agujas, a toda velocidad y en menos de un día, eran verdaderas
obras de arte.
Más de
una vez salí a los carnavales de Caracas, disfrazado con trajes que hacía mi
mamá. Conservo algunas fotos, de esa época, disfrazados mi primo yo de
“vaqueros” o de “gauchos”. Uno de los mejores recuerdos de esa faceta de mi
mamá es de 1963, cuando se estrenó la película “Cleopatra” con Elizabeth Taylor
y Richard Burton. Ella y mi tía fueron a la distribuidora de películas,
pidieron fotos, y confeccionaron para la hija de una amiga un vestido idéntico
al icónico traje blanco y dorado que Elizabeth Taylor lució en la película.
Maquillaron a la niña igual que Cleopatra y disfrazaron al hermano menor de la
niña como Marco Antonio. Aunque era más bajo de estatura, no importaba porque
así era en la realidad; Cleopatra fue, sin duda, mucho más “grande” que Marco
Antonio. Los llevaron a todos los desfiles de Carnaval y a todos los clubes
donde había concursos de disfraces para los niños. Ganaron siempre el primer
premio.
Lamento
no tener muchas de las cosas que hizo mi mamá, pero conservo algunos adornos de
Navidad bordados por ella en punto de cruz, que hacía simplemente viendo fotos
en revistas. También guardo una caja llena de diminutos escarpines tejidos y
baberos bordados que ella hacía como recuerdo de bautizos y regalaba a los
hijos y nietos de sus amigas. Imposible pensar que ella montara un negocio con
esas cosas que tanto disfrutaba hacer y regalar y ver la cara de asombro de sus
amigas e invitados al bautizo.
Educación
Mi
mamá finalizó la educación básica en un colegio de monjas en los años treinta
del siglo pasado, donde aprendió a coser, tejer y bordar, habilidades que le
sirvieron para ganarse la vida. No tenía un nivel importante de escolaridad, ya
que nadie esperaba que la hija de un trabajador o campesino del norte de
Asturias pudiera tener un destino académico relevante. Ella me enseñó a leer,
regalo invaluable que me acompañó toda la vida. Ella misma era una gran
lectora, sobre todo de revistas como Venezuela Gráfica, Elite, Momento y
Vanidades, donde solía leer las novelas cortas de Corín Tellado. De esta autora
mi mamá debe haber leído si no las cinco mil novelas que escribió, al menos un
buen número de ellas. Aunque no necesitaba ninguna excusa para leer a Tellado,
mamá solía decir que era su amiga. Es muy probable, porque la prolífica autora
nació en Asturias y vivió y murió en Gijón que fue donde nació y vivió mamá en
la misma época, hasta que vino a Venezuela
En
Venezuela, leía revistas como ¡Hola! que era su favorita, y a través de ella se
enteraba del mundo de la farándula, los toreros, la realeza europea y “que es
lo que se lleva”, decía. No me avergüenza decir que me inculcó ese gusto por
“hojear” y “ojear” esa revista.
Política
Mi mamá
tenía la misma inclinación política que mis abuelos y mi padre. Mi padre fue
republicano y socialista, y estuvo preso por sus ideas y a pesar de eso no
hablaba de ese tema, ni decía nada de Franco; mamá si lo hacía, era anti
franquista a rabiar, hasta la médula, sin contemplaciones, dudas, ni
concesiones. Para mamá, Franco no había hecho nunca nada bueno, ni lo haría
jamás −estoy de acuerdo con ella−. No era para menos, como ya dije, mi abuela
quedo viuda, con cuatro hijos adolescentes, en las primeras escaramuzas de la
guerra civil.
No sé
casi nada sobre ese abuelo, ni su lugar de nacimiento ni su fecha de
nacimiento, pero sé con certeza la fecha de su fallecimiento. Como dije, murió
en el primero de los insensatos bombardeos realizados por el crucero “Almirante
Cervera” a la ciudad de Gijón, al inicio de la guerra civil, el 29 de julio de
1936. Ironías del destino, mi mamá y mi tía Marina, dos años menor que ella,
observaban desde un monte cercano al puerto las maniobras del barco que se
aproximaba y «brillaba como plata», según describía mi tía Marina. Vieron
disparar sus cañones y, tras superar el susto, no podían imaginar que aquel
buque que «brillaba como plata» estaba causando la muerte de su padre.
El
“Almirante Cervera” continuó bombardeando otras poblaciones costeras durante la
guerra, como Gijón, Santander y la base de submarinos republicanos en
Portugalete, cerca de Bilbao. Sus cañonazos le costaron la vida a mi abuelo,
quien no era soldado ni miliciano, sino un civil que ese día estaba pasando o
tomando un café o un vino con algunos amigos en alguno de los establecimientos
cercanos al puerto. Tenía menos de 45 años.
Hijo
Único, Mamá Única
Al
igual que mi padre, no recuerdo que ella me pusiera nunca una mano encima −a
excepción de alguna nalgada que seguramente me gane−; gritaba, se enfurecía,
entrecerraba los ojos y amenazaba, pero no pasaba de allí. Mis padres se
esmeraron en darme la mejor educación posible. A pesar de no ser religiosos –mi
padre ni siquiera era creyente– y a pesar de la experiencia de la guerra civil,
nunca fueron anticlericales. Aunque eran republicanos, mama solía decir: “para
educar, los curas”, y así estudié la primaria con los Capuchinos y la
secundaria con los Hermanos de La Salle, en dos de los mejores colegios de Caracas,
que aún existen. Como hijo único, siempre tuve lo que necesité, pero nunca viví
como ese “hijo único, consentido” del cual habla la conseja popular. El
“consentimiento” mi mamá lo guardó para los hijos y nietos de sus amigas, o
cualquier niño del vecindario o los hijos de mis amigos. Y por supuesto, para
sus propios nietos.
Los
nietos.
Mi
hija pasó la mitad, sino más, de sus primeros cuatro años de vida en su casa,
pues mi exesposa y yo trabajábamos y estudiábamos. Aún recuerdo el día que
nació; el médico que atendió el parto me recomendó esperar en la habitación de
la clínica y el me avisaría por teléfono. Naturalmente, mamá me acompañaba, y
cuando sonó el teléfono y el médico anunció: “Nació Nadia Alejandra” −en esa
época no se conocía con antelación el sexo de los bebes− le brillaron los ojos.
A los pocos minutos trajeron a Nadia −preciosa como siempre, con los ojos
abiertos, de ese color grisáceo azulado, indefinido, de los bebes−,
entrecruzando las manos, recorría la habitación de la cuna a la ventana,
diciendo sin parar: “Qué nieta tengo, qué nieta tengo…” y llamaba a todas sus
amigas para contarles. Desde entonces, mi hija se convirtió en su muñeca, a la
que cuidaba, alimentaba y vestía con ropa que ella misma confeccionaba.
Con
Andrés fue distinto. Él era muy inquieto y la «agarró cansada»; además eran
otras circunstancias. Mi exesposa y yo, ambos ya profesionales, no
necesitábamos dejarlo en su casa, pero siempre contábamos con que ella viniera
a la nuestra a cuidar y acompañar, sobre todo a Andrés, cuando viajábamos.
Andrés y mamá disfrutaban estar juntos. Ella le reía y celebraba todas las
travesuras que a mi hijo se le ocurrían, no había nada que el hiciera que no le
causara gracia y a él le parecían grandiosas las cosas de su abuela; las
palabras, frases, refranes y dichos de mi mamá y mi abuela, quienes −siempre
ocurrentes− soltaban de vez en cuando algunas palabras muy asturianas, para
deleite de mi hijo, que aún hoy, las recuerda y las emplea.
Conclusión
Al
escribir, me doy cuenta de que podría llenar páginas y páginas con cosas y
anécdotas de mamá y no sé bien cómo terminar, pues la gente sencilla como ella,
nos es muy cercana, nos deja muchos recuerdos, muy profundos, que atesoramos
con cariño y nostalgia. Solo espero haber logrado explicar algo del
temperamento y talante de mamá.
Mamá
fue mi cómplice en muchas travesuras infantiles y de adolescente, pero no fue
mi “confidente” ni mi “amiga”, fue mi mamá, y yo nunca le pedí ni esperé nada
distinto. Sabía que podía contar ella de manera generosa, que me dio todo lo
que podía, lo que necesité, y les dio a mis hijos, lo mejor que ella tenía,
todo lo que ella era. Falleció tranquilamente; el último domingo de agosto de
2009, recibí su último suspiro. Gracias, mamá.
Ismael
Pérez Vigil
@Ismael_Perez
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