POLY MARTÍNEZ 08 de febrero de 2018
La frontera
entre Colombia y Venezuela nunca ha sido un lecho de rosas. Con poco
más de 2.200 kilómetros de extensión (tres veces y media la frontera entre
España y Francia; casi dos veces la Raya entre España y Portugal),
históricamente ha marcado puntos de encuentro y desencuentro entre los dos
países. Una frontera viva que para miles de venezolanos marca hoy el borde
entre la ilusión por una mejor vida y la lucha por no desfallecer, por la
supervivencia.
Pero
el éxodo de venezolanos, que se ha disparado en el último año, está desbordando
a las autoridades colombianas, ante la necesidad de gestionar la llegada de
cientos de miles de personas procedentes del país vecino, que huyen de la
miseria, la escasez
de alimentos y la falta
de medicinas, además de la persecución política, que sufren bajo el régimen
de Nicolás Maduro.
Ante
la grave crisis humanitaria en que está derivando esta llegada masiva de
venezolanos, con muchos de ellos durmiendo en parques y calles en condiciones
deplorables, el alcalde de la ciudad fronteriza de Cúcuta, César
Rojas, ha pedido al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, que
declare la emergencia social en la ciudad fronteriza.
Santos
viajará precisamente este jueves a la frontera entre los dos países para
verificar los avances en la gestión de la crisis y procurar la coordinación
entre las distintas entidades, que suele ser una de las principales fallas en
estas crisis: muchos tratando de hacer algo y todos logrando poco. Tal como
avanzó el pasado lunes a gobernadores y alcaldes fronterizos con los que habló,
pondrá el énfasis en un plan de atención que cubra especialmente los asuntos de salud (el
año pasado se atendieron 24.727 urgencias frente a 1.475 en 2015), educación, atención
a menores desprotegidos, mayores y familias en
situación de vulnerabilidad.
Sin
embargo, la presencia del mandatario y otras autoridades regionales o locales,
así como la reciente del procurador, no será suficiente para resolver de una
vez por todas la situación que se vive en la frontera, a la que se suma ser una
zona de bajo desarrollo, históricamente desatendida por los gobiernos de turno.
La crisis
humanitaria que sufre Venezuela se traslada con cifras
alarmantes hasta la frontera colombiana –sin incluir a Brasil y Guyana, que
tienen su propia ola de migrantes venezolanos–: en el último año han entrado a
Colombia 750.000 venezolanos, de los cuales unos 340.000 permanecen
con estatus migratorio irregular, lo que informalmente se denomina como
«ilegales». Solo en el mes de enero de 2018 entraron en el país 47.095, según
los datos oficiales.
Sin
embargo, las cifras reales desbordan los registros formales: la cifra oficial
de la autoridad migratoria colombiana indica que, desde 2014, al país han
entrado 1.100.000 venezolanos, pero se calcula que al menos otros 900.000 lo
hicieron de forma irregular, para una población flotante superior a los dos
millones de venezolanos. Como ejemplo, mientras en una ciudad como Arauca (90.000
habitantes) hay un paso fronterizo oficial, en paralelo existen otros 22
informales. Y en Paraguachón, más al norte, y en la Guajira,
la proporción es un puesto de migración por cada cien trochas o caminos
ilegales, tanto o más conocidos que el propio puesto de control fronterizo.
Según
un informe de Migración Colombia, hay ahora unos 550.000 venezolanos, mientras
que datos del Gobierno señalan que, entre agosto de 2017 y enero de 2018,
hasta 1,5 millones de venezolanos han solicitado la tarjeta de movilidad
fronteriza, un documento que solo permite transitar por zonas limítrofes,
visitar a familiares o comprar alimentos y medicinas.
Se
estima que uno de cada tres venezolanos que llega se queda en el país. El resto
va de paso hacia el sur, camino a Ecuador, Perú y hasta Argentina. Algunos
hacen pie temporal y toman un respiro antes de encaminarse al norte, hacia
Estados Unidos o, eventualmente, dar el salto a Europa. Pero estos son los
menos, pues los venezolanos con recursos para hacer semejante esfuerzo ya hace
tiempo que se marcharon de su país.
Sea
cual sea el destino, las imágenes se repiten día a día en distintos puntos de
la geografía colombiana, pero especialmente en ciudades como Cúcuta,
Maicao-Paraguachón y Arauca, donde familias y grupos de diversos venezolanos
llegan a buscar comida y salud, así como de algo de trabajo y solidaridad.
Todos llegan con muy poco, algunas maletas o bultos, necesitados y dispuestos a
improvisar un espacio donde alojarse en algún parque de la ciudad.
En Villa
del Rosario, municipio colindante con Cúcuta y sobre la frontera, el
Gobierno colombiano abrió hace pocos días el Centro de Atención Migratorio para
atender a esta creciente diáspora, aliviar la presión sobre el espacio público
de Cúcuta y, sobre todo, la tensión social que se empieza a sentir en dicha
ciudad.
La
pregunta que ahora ronda es si se deben establecer campos de refugiados o algún
esquema parecido, con apoyo internacional del Acnur y la Cruz Roja,
respondiendo a las peticiones de las autoridades locales colombianas. A ellas
se suma la solicitud presentada por la diputada por el vecino estado de Táchira,
Gaby Arellano, en representación de la Asamblea Nacional venezolana, cuerpo
legislativo en el que la oposición al régimen bolivariano tiene la mayoría y
que el Gobierno de Nicolás Maduro desconoce a pesar de haber sido elegido por
voto popular.
Desbordados
Atender
una crisis de refugiados –aunque no han sido formalmente designados así– va más
allá de las peticiones, de los titulares y de los intereses políticos o
electorales que en este momento se dan en ambos lados de la frontera.
El
catedrático de la Universidad
Externado de Colombia y especialista en el tema, Marcos Pekel,
considera que un «corredor humanitario» no se corresponde del todo con este
caso, sino que más bien con lugares como Siria, «donde se trata de llevar a las
personas a un punto seguro». «En este momento ya existe en la frontera un
corredor de educación, donde los niños venezolanos vienen a Colombia a
estudiar, cruzando el puente Simón Bolívar (que une Venezuela y Colombia por
Cúcuta)», señala.
«Ahora,
lo de los campos sí es hora de empezar a montarlos –asegura–, porque ya hay
demasiada gente viviendo en parques, iglesias y calles, y en la medida en que
no están retornando se hacen necesarios por varias razones: para el control del
flujo migratorio, para darles condiciones más humanas y para evitar que se
dispersen por todo el país y se pierda el control sobre lo que hacen. Ese es el
uso de los campamentos».
Por
ejemplo, en Arauca se estima que diariamente entran 8.000 personas, cifra que
evidencia un aumento importante en los últimos meses, aunque desde hace ya dos
años viene dándose un goteo constante de venezolanos a esta región nororiental
de Colombia. En Cúcuta, la capital del departamento de Norte de Santander y el
punto más álgido, hay un flujo diario de 100.000 personas que vienen y van,
pero ahora ha crecido la proporción de ellas que se quedan en la ciudad –se
estima que el 10% permanece– para resolver su situación de desabastecimiento.
Sin
embargo, esta situación de crisis económica, de salud y bienestar mínimo les
permitiría a los venezolanos que se les declare refugiados, pero a todas luces
tal designación traería otras consecuencias. «Esta propuesta de crear un
corredor humanitario la considero populista, innecesaria y genera una situación
adicional de tensión con el gobierno venezolano», afirma Pekel. «La situación
en la frontera tiene ya su propia dinámica, que hay que atender efectivamente y
no aumentar la migración de venezolanos a Colombia a través de ese corredor. De
todas formas, Colombia los va a recibir, no habrá cierre de frontera, pero sí
debe hacer algo, pues al gobierno y Estado colombianos los está cogiendo la
noche para actuar», apunta.
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