PABLO PAZ VERÁSTEGUI 05 de febrero de 2018
Sigo
con interés desde Alemania la discusión en las redes sociales entorno a
la llegada de refugiados venezolanos al Perú. Las emociones y
actitudes que despierta el tema me recuerda, en muchos aspectos, la discusión
que siguó a la crisis de refugiados
en Alemania en el 2015. Ante todo, hay críticas a la forma en que el
gobierno peruano ha manejado este tema que me parecen legítimas.
Es
legítimo en primer lugar preguntarse por qué el gobierno abre las
puertas a los venezolanos que huyen de la crisis en Venezuela a la vez
que la cerró
a los haitianos que buscaron refugio en el Perú tras
el terremoto en su país. No cabe duda de que hubo motivaciones políticas
producto del alineamiento de nuestro gobierno con el de Estados Unidos.
Lamentablemente ese trato preferencial a ciudadanos de determinados países no
es algo que se dé solamente en el Perú. En Alemania el gobierno otorga con
mayor facilidad el asilo a solicitantes iraquíes y sirios, y con menor
facilidad a afganos, a pesar de las situaciones comparables de violencia y
persecución en estos tres países. Alemania también excluyó del proceso de
asilo en el 2015 a los países de la ex-Yugoslavia por considerarlos “refugiados
económicos”. Esto se debe a razones políticas, mediáticas pero
también a la falta de alternativas para la inmigración legal hacia Alemania
desde países externos a la Unión Europea.
En
segundo lugar, es legítimo preguntarse acerca del impacto de las facilidades
ofrecidas por el gobierno peruano a los refugiados venezolanos (convalidación
gratuita de títulos académicos, inscripción en el seguro integral de salud),
que de facto los favorecen con relación a otros grupos de inmigrantes, puedan
tener en el mercado de trabajo local. Sin embargo, no deja de sorprenderme que
un país tan convencido de la ideología (neo)liberal como el
Perú entre en pánico al ver llegar a 100 000 potenciales competidores
extranjeros, muchos con títulos académicos, buscándose la vida como mejor
pueden en la calle y dispuestos a “pagar piso” e insertarse profesionalmente.
Dudo que el ingeniero venezolano que hoy vende arepas en la calle apunte
a seguir haciéndolo hasta que la situación mejore en su país. La defensa férrea
del libre mercado se nos termina al momento en que viene alguien de afuera a
competir por el mismo puesto de trabajo que nosotros. Creo que parte de esa
inseguridad se explica por nuestro deficiente sistema de educación
superior, con universidades privadas que ofrecen títulos decorativos.
También creo que hay una situación real de informalidad y de
explotación laboral de mano de obra venezolana, que no es ninguna novedad
entre la población peruana, y que ahora muchos perciben como “competencia
desleal”. La informalidad y la debilidad del Estado se hacen hoy más evidentes
y nos pasan factura.
En
tercer lugar, cabe preguntarse si nuestra legislación migratoria estaba
preparada para algo así y si hace falta reformarla. Hasta hace poco, el Perú
era un país de paso para muchos extranjeros que buscaban emigrar a los
Estados Unidos. Hasta los años noventa vivíamos convencidos de que el Perú era
un país sin futuro del que había que largarse y admirábamos todo lo extranjero
– y a los extranjeros – por considerarlo necesariamente mejor a lo nacional.
Hoy nos percibimos de otra manera: confundimos crecimiento económico
con desarrollo (tienes DIRECT TV, electrodomésticos de última generación y
carro del año, pero tu barrio no dispone de agua potable las 24 horas del día),
nuestros patrones de consumo han cambiado y nos enorgullecemos de la “Marca
Perú”, de los productos y servicios que nuestro país puede ofrecer al
mundo. Nos jactábamos de ser un país particularmente acogedor con
el extranjero…hasta que empezamos hace poco a recibir extranjeros pobres.
Sin embargo, una cosa va de la mano con la otra: los migrantes van adonde hay
trabajo, con la esperanza de mandar remesas a sus familiares; a diferencia de
los migrantes, los refugiados no pueden regresar a su país, van
adonde pueden sobrevivir mejor y, si tienen los medios para hacerlo, se dirijen
adonde puedan alcanzar un estatus similar al que tenían en su país, con la esperanza
de traer a sus familiares. De seguir creciendo como país, nos
seguiremos confrontando con la inmigración y por ello es URGENTE desarrollar
una política migratoria sensata. La única manera fiable de “deshacerse” de
la inmigración sería entrar en crisis económica (como en España con la “ley del
retorno voluntario” para extranjeros desempleados…o como en Venezuela ahora) o
en algún conflicto armado (como en Libia). Cuando hay factores de atracción que
compensan la decisión de emigrar, el cierre de fronteras es ilusorio y hasta
contraproducente (mayor inmigración indocumentada, mayor explotación,
etc.).
¿No se
supone que un país que hasta hace poco fue de emigración como el Perú, con tres
millones de peruanos viviendo en el extranjero, debería mostrarse más humano al
recibir inmigrantes? La respuesta es no. Un estudio comparativo
en la Unión Europea muestra que las poblaciones de Italia y España, países de
emigración que empezaron a recibir inmigrantes desde los años ochenta, no
tienen en general una actitud más abierta hacia los extranjeros pobres que
países como Francia, Gran Bretaña o Alemania. Lo que sí tienen estos países es
una mayor tolerancia a la participación de los inmigrantes en la economía
informal (“trabajo en negro”), como ocurre de facto hoy en día en el Perú con
los venezolanos y el comercio ambulatorio.
Plantearse
estas preguntas y otras referentes a políticas públicas es legítimo y no
constituye xenofobia. Sin embargo, muchos de los comentarios
que he leído en redes sociales parecen sacados del fanpage del partido
de ultraderecha alemán “Alternative für Deutschland” (AfD). Me llama
la atención en particular algunos elementos del discurso anti-venezolano que he
podido observar también en discursos xenófobos en otros países receptores de extranjeros
pobres (inmigrantes y refugiados), en particular en Alemania con refugiados del
medio Oriente; en Italia a principios del 2000 con albaneses, marroquíes y
peruanos; en Marruecos y Mauritania con migrantes de países subsaharianos; y en
el Líbano hace poco con refugiados sirios. Algunas de las actitudes vinculadas
al discurso xenofobo son las siguientes:
– La
sexualidad del extranjero pobre es vista como peligrosa: los hombres son vistos
como potenciales violadores(“defendamos a nuestras mujeres”) y/o
las mujeres son vistas como fáciles y aprovechadoras (“vienen
a robar maridos y destruir familias”). Este último argumento se
utiliza para justificar el acoso sexual a las mujeres extranjeras
pobres (“ellas nos provocan”)
– Se
justifica el abuso o la violencia cometida por la población local al extranjero
pobre (“nos estamos defendiendo de ellos”)
– Los
episodios de violencia o delitos cometidos por el extranjero pobre son
generalizados al conjunto (“ellos vienen a robar”): un
extranjero pobre que delinque es visto como representante de todos sus
compatriotas
– El extranjero
pobre es percibido por los locales como amenazante, por miedo a perder
priviliegios previamente adquiridos (“se creen mejores que nosotros”,
“no nos respetan a pesar de estar en casa ajena”)
– Hay
una auto-celebración de lo propio frente al extranjero pobre (“somos
mejores que ellos”, “somos más civilizados”, “somos más trabajadores”, “somos
más respetuosos de la ley”) que a la larga busca en el extranjero
pobre un chivo expiatorio para los problemas sociales (“si no hubiera
extranjeros, no habría delincuencia”, “ellos traen la informalidad”)
Si
creen que exagero, miren las tomas de pantalla de algunos de los
comentarios que he encontrado en las redes sociales sobre la llegada de
venezolanos al Perú. Los medios de comunicación en el Perú están
contribuyendo a crear un clima de xenofobia hacia los venezolanos, con noticias
como la difusión de un audio de Whatsapp en el que un hombre
venezolano opina sobre el aspecto de las mujeres en Huancayo… y los
reporteros buscan a otros venezolanos para que se disculpen por su declaración,
con un consejero regional prometiendo “tomar medidas”.
En
Alemania se suele justificar el discurso xenófobo mediante una supuesta
incompatibilidad cultural/religiosa: “lo que pasa es que la mayoría de
refugiados son musulmanes y por eso es difícil integrarlos a nuestro entorno
cultural”. De ser así, no habría habido en la Alemania de la
post-guerra actitudes xenófobas hacia los Gastarbeiter (migrantes “invitados”)
provenientes de países cristianos como España, Grecia o Italia, tampoco contra
los polacos en Prusia. El que muchos de los elementos arriba citados estén
presentes en el discurso xenófobo contra los venezolanos en el Perú, a pesar de
que venezolanos y peruanos compartan el mismo idioma, la misma religión
(mayoritaria), un bagaje cultural e histórico similar y la misma “civilización” en
términos de Samuel Huntigton demuestra, a mi parecer, que la xenofobia
va más allá de las “afinidades civilizatorias” y que se puede dar en
todo país receptor de inmigrantes.
Lo que
caracteriza al discurso xenófobo es la satanización del extranjero
pobre, del individuo al que se le atribuyen características inmutables de la
colectividad a la supuestamente “representa” (“los venezolanos”,
“los musulmanes”, “los latinos”, etc.), convertido en chivo expiatorio
por hábiles políticos que así evitan que se discuta la pertinencia de
sus decisiones o los errores que cometieron. No caigamos en esa trampa.
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