Editorial Diario El Comercio 13 de abril de 2018
Hoy se
inicia la VIII Cumbre de las Américas en nuestra capital, un evento que, cada
tres años, reúne a los más altos representantes de los países del continente
para discutir temas y rubricar acuerdos. Y aunque la temática de la cita se
conoce desde junio pasado (“Gobernabilidad democrática frente a la
corrupción”), existe otro gran tópico que no debe soslayarse. Nos referimos a
la paupérrima situación que atraviesa Venezuela.
Cierto
es que, históricamente, encuentros como el de esta semana han sido cuestionados
por su inoperancia para edificar acuerdos que trasciendan las clásicas listas
de buenos deseos. Y que, al no tener fuerza vinculante, mucho de lo consensuado
en una cumbre puede perder músculo cuando un gobierno entrante decide
desconocer de un plumazo lo firmado por su antecesor.
Sin
embargo, esto no debería desalentar a los países de esta parte del planeta a
poner el tema sobre el tapete y aprovechar todos los espacios de la cita
–incluyendo las reuniones bilaterales entre jefes de Estado– para unir
esfuerzos en pro de los venezolanos. Al fin y al cabo, no es poco lo que pueden
conseguir los estados sin necesidad de pactos extensos, como las sanciones
económicas a particulares de la cúpula chavista (que ya aplican Canadá y
Estados Unidos) y la posibilidad de brindar asistencia médica y facilidades
migratorias a los refugiados que asoman por las calles del Perú, Colombia y
Ecuador, entre otros países.
Venezuela,
como se sabe, es una dictadura. Y aquellos que hemos seguido de cerca su
descalcificación hemos sido testigos de la dramática metamorfosis de un régimen
que, en los últimos años, ha terminado por desnudar toda su entraña
dictatorial. La última muestra de esta liquidación de la democracia ha sido la
decisión del chavismo de adelantar ocho meses las elecciones presidenciales,
vetando –de antemano– la participación de opositores como Henrique Capriles y
Leopoldo López, o persiguiendo y empujando a otros, como Antonio Ledezma, al
exilio. Es decir, asegurándose la victoria antes de que se impriman las cédulas
de votación.
Este
ilegítimo adelanto de los comicios, además, terminó por pulverizar los tibios
intentos de diálogo que ensayaban el régimen y la oposición en República
Dominicana. Diálogos que muchos en la oposición seguían con escepticismo, pues
al otro lado de la mesa se encontraba el mismo régimen que había disuelto el
Poder Legislativo, convocado una fraudulenta Asamblea Constituyente, acosado a
la prensa independiente y paralizado groseramente un referendo revocatorio en
el 2016. El mismo régimen que –no nos cansaremos de decirlo– carga serias
acusaciones por violaciones a los derechos humanos, según han denunciado
organismos como la OEA y el Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU.
La
crisis venezolana también se evidencia en el desplome de su economía. Según la
última proyección de la Cepal, en el 2018 el PBI de Venezuela se contraería en
8,5%, una cantidad que contrasta fuertemente con el promedio para América
Latina y el Caribe (que crecería 2,2%). La inflación, por otro lado, se ha
hinchado de manera descontrolada. En el 2017 llegó a 2.700% y, según cálculos
del FMI, treparía a más de 13.000% para fines de año. Una tasa que hace agua el
dinero en el bolsillo de los ciudadanos, a pesar de las frecuentes subidas del
salario mínimo decretadas por el régimen (más de seis veces en el último año).
Todo
ello enmarcado en un contexto de crisis social que se trasluce en un grave
desabastecimiento de medicinas, alimentos –según el Observatorio Venezolano de
Salud, el venezolano promedio perdió 8 kilos durante el 2016– y que del 2015 al
2017 ha provocado un alza de 132,5% en los migrantes que abandonan el país
caribeño.
Así
las cosas, si bien fue un acierto del Gobierno Peruano retirarle la invitación
a la cumbre a Nicolás Maduro por sus desvaríos dictatoriales, lo que ocurre hoy
en Venezuela es tan grave que amerita una cooperación más activa entre los
países. En otras palabras, aunque Maduro no venga a Lima, Venezuela no tiene
por qué ausentarse de la cita. Por el contrario, si algo hemos aprendido los
latinoamericanos es que el drama del país llanero nos atañe a todos en el
vecindario.
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