ARNALDO E VALERO 26 de mayo de 2018
El
éxodo masivo de venezolanos es un hecho tan inocultable como las causas que lo
propician. La siguiente es la historia de un joven merideño que encontró
razones adicionales para abandonar su hogar, luego de ser despedido y amenazado
con aplicarle la Ley contra el odio, debido a los cáusticos comentarios que,
sobre la realidad cotidiana, publicaba en sus redes sociales.
Manuel
Alejandro cruzó el Puente Internacional Simón Bolívar amparado por la luz del
crepúsculo. Si hubiese salido de Venezuela a horas
más tempranas de ese miércoles 6 de septiembre de 2017, la última imagen que se
hubiese llevado de su país habría sido la de unos hombres ofreciendo la Tarjeta
de Movilidad Fronteriza, el documento exigido por las autoridades colombianas
para permitir el ingreso de venezolanos. Del otro lado del puente, habría visto
también a un hombre ofreciendo 50.000 pesos colombianos por cabellera, una
transacción que ha permitido a muchas mujeres regresar a casa con parte de esos
productos tan difíciles de conseguir al norte del río Arauca.
Lo que
Manuel Alejandro sí vio en Cúcuta le trajo recuerdos de un país en el que
alguna vez vivió. Diversas marcas de arroz, harina de trigo, pasta, azúcar y
leche en los supermercados. Crema dental, jabón y champú. Y en las droguerías,
analgésicos, antibióticos, así como los medicamentos para la diabetes y la
tensión. Era extraño transitar las calles de esa ciudad allende la
frontera, distanciada de Venezuela por escasos kilómetros, pero separada por un
abismo.
La
sensación de extrañeza se multiplicaba cada vez que Manuel Alejandro recordaba
la razón por la que había tenido que salir precipitadamente de Venezuela. A
diferencia de otros jóvenes de su generación, él había tenido un trabajo que le
permitía cubrir parte de sus necesidades. No había salido de su país huyendo
del hambre y la miseria: se había visto obligado a abandonarlo porque le
habían advertido que podría terminar en prisión una vez que la Asamblea
Nacional Constituyente aprobara la Ley contra el odio.
Tras
graduarse de bachiller, Manuel Alejandro consiguió trabajo como vendedor en una
tienda de artículos de montañismo. Así ocupó los meses entre la culminación de
la secundaria y el inicio de la universidad. Allí pudo constatar la cantidad de
medidas y previsiones que debe tomar cualquier comerciante venezolano para
impedir la quiebra de su negocio ante el constante ascenso del dólar en el
mercado paralelo y la política irrevocable de aumentos salariales por decreto
presidencial. Llegado el momento, presentó la prueba de admisión para ingresar
a la Escuela de Derecho de la Universidad de Los Andes y obtuvo su cupo para
empezar la carrera en 2015. Sin embargo, las huelgas que año tras año tienen
lugar en las universidades autónomas por falta de presupuesto, le hicieron
entender que estudiar una carrera universitaria podía tomar entre seis y ocho
años, un lapso excesivo en tiempos como los que se viven en Venezuela. Entonces,
pasó a formar parte del número aún no cuantificado de jóvenes que ha debido
renunciar a un futuro como profesional universitario para contribuir con los
gastos de la casa.
Una
sex shop, una tienda con atuendos e implementos de fantasías eróticas, fue el
siguiente lugar en el que consiguió trabajo como vendedor. Tan inesperados eran
los diálogos, las situaciones, la psicología y los gustos de los clientes que
sintió el impulso de dar a conocer buena parte de lo que allí veía y dar cuenta
de un mundo inédito, inimaginable, entre los miembros de su entorno. Sus ojos y
sus oídos se fueron afinando en aras de dar con las palabras que trasmitieran
el deslumbramiento que le causaba la existencia de personas que cultivan el
sadomasoquismo y la sumisión erótica. Y todo eso lo fue asentando en su
muro de Facebook.
Más
aumentos salariales por orden presidencial y el dueño de la sex shop se vio en
la obligación de prescindir de su único empleado. Los ingresos no daban para
tanto. Además, las posibilidades de importar productos del exterior iban
menguando.
Decidido
a buscar otro trabajo, descubrió que en Mérida, en 2016, solo había un lugar
donde se requería de vendedores: el teleférico. Pero para transitar o trabajar
en ese sitio hay una norma inscrita en la garita de la entrada de la zona
administrativa, a manera de imperativo categórico: no hablar mal de Chávez…
Puedes haberte visto obligado a renunciar a un futuro como profesional
universitario, puedes estar desempleado, no tener posibilidad de irte de casa
de tus padres porque no hay salario que permita pagar el alquiler de una simple
habitación, puedes padecer en carne propia el significado de la palabra hambre, pero
no debes hacer mención al aleteo de la mariposa que desencadenó la presente
catástrofe.
En
principio, la orden a seguir sería eximirse de hacer cualquier comentario
crítico al régimen estando en el teleférico. Fuera de ese lugar, se recuperaría
el derecho a ejercer la libertad de expresión. Como tampoco se trataba de tener
que aguantar la respiración durante todo un día, Manuel Alejandro aceptó.
Además, la calidad humana de los jefes y de otros jóvenes que trabajaban en el
lugar le hizo suponer que la experiencia no iba a ser asfixiante sino
enriquecedora.
Jherly
y Gerson son una joven pareja de egresados de la Escuela de Diseño Industrial
de la Universidad de Los Andes que unieron su talento y sus conocimientos para
crear una empresa textil cuyo norte es producir modelos únicos de prendas de
vestir. La novedad de sus artículos, aunada al hecho de vender su mercancía
directamente al cliente en un local pequeño pero muy bien ubicado, les ha
brindado la posibilidad de mantener a flote su pequeña empresa. Como
Manuel Alejandro resultó puntual, competente y responsable, la relación que se
entabló entre ellos resultó grata, cordial, destinada a perdurar.
Manuel
Alejandro se dirigía a su trabajo en buseta, pero regresaba a casa a pie. Y era
mucho lo que veía en esas 19 cuadras. Con todo, lo que más le impactaba
era la enorme diferencia que percibía entre la ciudad que recorría en calidad
de peatón y la imagen del país exhibida en las instalaciones del teleférico. Era
como salir de una burbuja aséptica para internarse en un pantano social.
Sacudido por ese brusco contraste, tras llegar a casa se sentaba frente al
computador con el propósito de ofrecer unas líneas que condensaran lo
percibido.
Algunas
de esas actualizaciones son como instantáneas verbales. Las oraciones
introductorias enfocan el lugar, el momento, los personajes, el contexto que
sirve de marco a los hechos. Esa mirada expectante (que empezó a germinar
mientras trabajaba en la sex shop) se enlaza a una singular capacidad para
registrar diálogos, como puede verse en la actualización del viernes 5 de mayo
de 2017, una de las “pruebas” de que sus actualizaciones incitaban al odio y la
violencia:
Teleférico.
Salir
por cigarrillos con compañera.
Se nos
une un señor que también trabaja en la estación.
Le
convidamos fuego y comienza a hablar.
“Yo
estuve en Caracas, en el 89, sargento de bomberos. Vi cómo fusilaban gente
frente a mí. Tuvimos que mover cuerpos. Eso dejó de ser saqueos por hambre, la
gente se quería matar entre ellos”.
Paralizado
por sus palabras, me sale torpemente: “¿Está hablando del Cara…?”
“Sí,
del Caracazo. Yo lo viví. ¿Sabes? Parece que tendré que vivir todo de nuevo.
Este país no llega a fin de año”.
La
lectura recuerda el estilo logrado por Lucas García en Payback, uno
de los libros favoritos de Manuel Alejandro. Poco a poco, a medida que la
situación en Venezuela fue empeorando, esa mirada empezó a verse orientada por
la actitud anti-sistema de Tyler Durden, el miembro fundador de El club
de la pelea; también parece haberse nutrido del humor cáustico que destilan
los episodios de la serie animada South Parky del espíritu iconoclasta
de agrupaciones como los Sex Pistols o Zombis No. La suma de esos elementos
hizo que su muro de Facebook fuera tema de conversación entre sus amigos. Sus
instantáneas daban cuenta de las razones por las que el país ha adquirido el
estatus de escenario para la indignación y el desencanto de varias generaciones
de venezolanos.
Un par
de meses antes, el 13 de junio, Manuel Alejandro compartió la actualización de
Carlos García, ex alcalde del Municipio Libertador del estado Mérida
—actualmente en la clandestinidad—, quien ese día había publicado varias fotos
para demostrar que los sujetos que esa tarde robaron a mano armada a las
personas que estaban en el Centro Comercial Altos de Santa María, y que
saquearon varios locales de ese lugar, habían salido del edificio de la
Gobernación en un vehículo doble tracción chasis largo. El comentario con el
que compartió esa actualización, dice:
Lo hermoso de trabajar en el teleférico es
hacerte muy pana de ciertos chavistas que te confirman que Alexis (Ramírez,
entonces gobernador de la entidad) sí coordina y le da órdenes a los colectivos
y por eso me cago en todos y cada uno de
los chavistas que aún tengo en contactos que se siguen cayendo a pajas malditos
hippies de mierda.
Con
todo, fue la actualización del miércoles 23 de agosto la que activó el proceso
administrativo que convirtió a Manuel Alejandro en un desempleado y en un
potencial candidato a terminar condenado a la máxima pena estipulada por la Ley
contra el odio. Al parecer, uno de sus contactos se la mostró a un alto
funcionario del lugar que, acto seguido, ordenó revisar todo el historial del
joven que se atrevió a cuestionar la euforia experimentada por los trabajadores
que habían logrado adquirir un lote de productos que años atrás se conseguían en
cualquier abasto o mercado del país.
A la
semana siguiente, el viernes 1º de septiembre, los jefes de Manuel Alejandro
recibieron un oficio firmado por el coronel que hace de gerente del teleférico,
en el cual se les exigía que “reubicaran” a su empleado “fuera de las distintas
estaciones del Sistema Teleférico de Mérida Mukumbarí; toda
vez que sus publicaciones en las redes sociales demuestran instigación al odio,
a la violencia, a la xenofobia” (sic).
2017
fue un año terrible para los venezolanos. Desde mediados de abril, cuando las
resoluciones 155 y 156 del Tribunal Supremo de Justicia fueron catalogadas por
la entonces fiscal general, Luisa Ortega Díaz, como pruebas de la ruptura
del hilo constitucional, una cantidad abrumadora de venezolanos tomaron las
calles en señal de protesta. Y esas acciones trajeron consigo un saldo trágico
de muertes que enlutaron a cientos de hogares.
El
domingo 30 de julio, a pesar del manifiesto rechazo expresado durante meses por
millones de venezolanos plantados en las calles, se efectuó la elección de los
diputados a la Asamblea Nacional Constituyente. La atmósfera de desaliento e
indignación se podía palpar en el ambiente. La actualización que
hiciera Manuel Alejandro pocos minutos después de que fueran anunciados los
resultados estuvo profundamente marcada por ese hecho.
Cáncer:
Lo que
le dará a Manuel el martes, al tener que volver a trabajar en la burbuja
chavista en la que no pasa nada y todo está bien, llamada “teleférico”.
Fuerza
de voluntad:
Lo que
necesitará Manuel para no iniciar una masacre homicida-suicida en su área
laboral rodeada de rojos.
Apuñalar
hígados:
Medio
por el que Manuel, ya habiendo botado un camión de piedras, se ganará la
bendición del Alá anticomunista.
Expresarse
de esta manera podría parecer indebido y hasta excesivo; sin embargo, más
alarmantes son las circunstancias políticas y económicas que impelen a un joven
de 21 años a expresarse con tanta rabia y desesperanza que, como tantos
comentarios que circulan en las redes, no son la causa sino la consecuencia de
una indignante experiencia histórica. Allí donde no hay justicia ni libertad,
la vida es insoportable.
Manuel
Alejandro es mi hijo.
El
lunes 25 de septiembre, tras haber expresado mi deseo de conocer las razones
por las que el gerente del teleférico de Mérida había exigido su “reubicación”,
tuve la oportunidad de ser atendido por la asesora laboral del lugar. La
reunión fue pautada para las 2:00 de la tarde. Los jefes de Manuel estaban
allí. Su rostro delataba incomodidad, angustia, temor.
Tras
pedirme que me sentara, la abogada me preguntó en qué me podía atender. Dije
que quería saber cuáles eran las razones por las que se había ordenado el
despido de Manuel. Sabía que sus jefes habían visto en él a un joven
responsable, honesto y competente, tanto así que le habían empezado a asignar
labores propias de un empleado de confianza.
—Se
presentó una situación en las redes —empezó diciendo la funcionaria. Luego
señaló que Manuel había publicado unos comentarios inapropiados en Facebook. Y
eso, en virtud de la modificación que estaba experimentando la Constitución con
la labor de la ANC, era un delito, porque había “una nueva ley vigente” (sic):
la ley contra el odio.
Yo
sabía que para esa fecha la ANC no había aprobado esa ley, que era todavía una
“promesa” que los integrantes del suprapoder estaban decididos a cumplir, pero
opté por no decir nada para ver qué tanto podría familiarizarme con los
principios que regían el imaginario jurídico de la funcionaria que me había
concedido la entrevista.
Le
pregunté si Manuel tenía prohibido el acceso al teleférico y si había sido
amenazado con ir a prisión por lo que había publicado. Entonces dijo
que él podía visitar las instalaciones del lugar, que las medidas que habían
tomado eran de tipo “preventivo, para evitarle problemas mayores en el futuro”. En
sus palabras, el teleférico no es un centro comercial, sino una institución del
Estado; la gente no puede hacer ciertas cosas. A los jefes de Manuel no se les
había pedido que lo botaran, sino que lo “reubicaran”. Claro que, siendo una
empresa tan pequeña, ellos no tenían la posibilidad de ponerlo a trabajar en
otro lado, por lo que tuvieron que prescindir de sus servicios.
Los
jóvenes empresarios no decían nada. Se limitaban a escuchar y a asentir cuando
la funcionaria los miraba en busca de su aprobación.
Las
últimas palabras de la abogada fueron:
—Ya el
cheque de la liquidación está listo. Puede usted estar seguro de que el cálculo
fue hecho en estricto apego a lo que estipula la ley. Yo misma he supervisado
el monto. Por sobre todas las cosas mi deber es velar por garantizar que se
respeten los derechos de su hijo.
Así
que, desde la perspectiva oficial, la “reubicación” de Manuel Alejandro tenía
un reverso: la preocupación por garantizarle sus derechos.
El
razonamiento calzaba con eso que George Orwell catalogó como “doblepensar” en
su legendaria novela 1984. También ilustraría lo que Tzvetan
Todorov ha descrito como “pensamiento fragmentario” en Frente al límite,
un libro clave para entender la psique de los burócratas que conforman el
engranaje de los regímenes totalitarios… Detallé en silencio la mirada
de la asesora legal del Mukumbarí. Pasé el resto de la tarde tratando de
descifrarla.
Había
algo particular en ella, algo que distingue a muchos funcionarios del régimen.
Era la mirada de quien nada teme, de quien se solaza actuando con impunidad
porque tiene la certeza de que jamás habrá de pagar por los excesos y
atropellos que ha cometido, comete y cometerá en nombre del socialismo del
siglo XXI.
La Ley
constitucional contra el odio, por la convivencia pacífica y por la tolerancia,
el instrumento jurídico que criminaliza el derecho a la protesta y la libertad
de expresión en Venezuela, fue aprobada por la ANC y entró en vigencia el
jueves 9 de noviembre de 2017. Al momento del anuncio de su aprobación, Tarek
William Saab, fiscal general de la República, señaló que la pena máxima por los
delitos estipulados y sancionados en dicha ley es de 20 años de prisión, porque
los crímenes de odio son equiparables al homicidio.
Pero
ese día, Manuel Alejandro se hallaba trabajando en Sandoná, un pueblo en la
frontera de Colombia con Ecuador, bien lejos del funcionario dispuesto a
convertirlo en chivo expiatorio para que todos en el teleférico de Mérida
supieran a qué atenerse.
En
cuanto supe que esa ley había entrado en vigencia, busqué y leí esa
actualización del 23 de agosto, detonante del proceso administrativo por el que
Manuel Alejandro fuera despedido de su trabajo y se viera obligado a escoger el
exilio.
Necesitaba
advertir dónde estaba el delito que había convertido a mi hijo en un criminal.
Trabajo.
Me
informan que llegaron las bolsas CLAP para el teleférico.
Esta
vez hay que pagar un poco más porque nos darán un extra.
“Ajá,
sí, webones, pero en mi zona desde enero que no se aparecen y acá dan dos”.
No
decir una mierda porque no quieres pasar hambre.
Todo
el mundo emocionado por la bolsa extra.
Botar
la piedra durísimo por el puto festival de humillante alegría por unas vainas
que se podían comprar en cualquier maldito lugar hace seis años.
Fin de
la jornada laboral.
Cuando
Manuel no habla es que Manuel está muy de malas.
Acompañar
a compañeras de trabajo a tomar el autobús.
En el
camino vemos a un tipo buscando comida en la basura y alcoholizando su miseria
con las botellas entre las bolsas.
Compañera
comienza a hacer chistes al respecto.
Gente
por la que se supone siento respeto empieza a reír.
Vomito
sobre ellos imaginariamente.
Las
dejo en la parada y me largo caminando a mi casa.
Ver a
otra persona cenando entre bolsas negras.
Casi
llegando a mi edificio veo cómo un grupo de niños parecen ratas en una oscura
calle llena de basura.
Llego
a mi edificio. Me quedo sentado un rato en las escaleras.
Me
salen un par de lágrimas al tiempo en que reconozco con supremo asco y
vergüenza que debo estar agradecido por ser una mascotita más del teleférico y
que mis amos me dan bocados mensuales de civilización.
La
palabra “Civilización” me suena cada vez más a lujo, a mito, leyenda, a una
vaina ajena.
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