miércoles, 6 de junio de 2018

Boleto en mano: experiencia del proceso de apostilla express en Venezuela, por @grados_seis



César Contreras 05 de junio de 2018

Antes del amanecer

Llegas a la Avenida Urdaneta a las 5:15 de la mañana. Has aprendido que no es prudente moverse por Caracas cuando no hay luz del sol. Al mismo tiempo, la experiencia te ha enseñado que, para hacer un trámite en la Venezuela actual, debes madrugar y estar allí lo más temprano posible para asegurar que te atiendan. Decides que es mejor madrugar que ser precavido. Ves la fila de gente y comienzas a preguntar. Efectivamente, es ahí el sitio. Buscas tu lugar hacia el final, en unas escaleras, debajo de Puente Llaguno, que dan a la Avenida Baralt. El olor a orines te marea, pero supones que ese es el precio que hay que pagar; al menos uno de los precios. Es el último peregrinaje antes de la emigración.

Apostillar documentos es uno de los pasos centrales en un proceso de emigración más o menos organizado. Certificar que tus documentos personales y académicos son válidos en tu país de origen para que te vean con buenos ojos en el país de llegada. No solo es un proceso central, sino también complicado, eso lo sabes bastante bien. Tienes un año y tanto en todo ese trajín, porque ni tú ni tu novia quieren pagarle un solo bolívar a un gestor por un trámite que es totalmente gratuito.

Hasta mediados del año pasado, si bien con sus complicaciones, se podía conseguir una cita a través del portal del Ministerio de Relaciones Exteriores. Era engorroso, sí, pero posible. Tu novia estuvo pegada a la computadora por horas, esperando las notificaciones de las decenas de cuentas de Instagram y Twitter que avisaban cuándo se abría la página para pedir citas, esa fue la clave del éxito que tuvieron. Sin embargo, las notificaciones fueron menguando, el portal fue colapsando, las tarifas de los gestores fueron aumentando y se hizo necesario recurrir al plan b: apostilla express.

Mientras buscas tu lugar en la fila vas repitiendo los requisitos: asistir entre tres y cinco días hábiles antes de la fecha del viaje, tener original y copia del boleto de avión o autobús impreso con sello húmedo, fotocopia de la cédula de identidad, el documento a apostillar, un timbre fiscal de 0,5 unidades tributarias por documento. Repites la lista como un mantra, porque no quieres que todo el esfuerzo se caiga por una equivocación. Sabes que en Venezuela hay que hilar fino en lo que respecta a trámites legales. La desconfianza es alta. “Cualquiera me puede querer joder”. No solo lo piensas tú, sino que puedes leer esa misma frase en los ojos somnolientos de todos y cada uno de los que esperan para hacer el mismo trámite.

Recibes en tus manos una hoja de papel, sobada, arrugada, maltrecha. Cientos de nombres escritos. Una lista. Una lista que no sirve para nada a fines legales, lo tienes muy claro, pero igual debes anotarte, porque es parte de todo el ritual, del peregrinaje. Colas y listas se han convertido en los nuevos tótems de esta sociedad.

Tienes el número ciento setenta, tu novia el ciento setenta y uno. Los chicos que están detrás de ustedes, una pareja también, ven la lista y comentan “sí, exactamente cien más que ayer”. Luego se enteran de que ya ellos habían ido el día anterior y los habían rebotado. ¿La razón? Aparentemente fueron con demasiada antelación. Les habían pedido que fueran el día siguiente, el miércoles, porque todavía había tiempo para su vuelo. Se iban ese mismo viernes. Empiezas a tener miedo. Si sigues esos mismos cálculos, muy probablemente no podrás hacer el trámite ese día. Tu vuelo es el miércoles siguiente. ¿Y si te mandan a ir el lunes? ¿Y si no te dan el documento a tiempo? ¿Y si alguno te quiere joder?

El día anterior esta otra pareja había llegado a la misma hora que tú, 5:15 de la mañana. Tenían el número setenta. Más adelante durante el día te sentirás abrumado con la cantidad de gente que sigue llegando y extiende la cola hasta las inmediaciones de la Avenida Baralt. Te abruma, te conmociona la idea de que todas las personas que están allí (cuatrocientas, al menos) ya tienen un pasaje de salida de Venezuela.

6:00 am

Es la tercera vez que te alejas de la cola para tomar un poco de aire fresco. Debes hacerlo, turnándote con tu novia, porque la hediondez de las escaleras ya no te deja pensar con claridad. En la Avenida Baralt el día comienza temprano. Ya hace rato que pasan personas listas para trabajar. Las camionetas están abarrotadas a esa hora. A las seis en punto aparece un señor en la avenida, tiene un gran termo rojo, algunos accesorios en las manos. Un muchacho viene detrás de él trayéndole un cartel: avena, fororo. El señor da los buenos días, instala su puesto, agradece al muchacho que lo ayudó, comienza a pregonar su producto sin hacer mucho ruido, respetando el silencio ceremonial que caracteriza a esas mañanas que tardan en aclarar. La gente empieza a acercarse, se llevan su vaso de avena, de fororo, de avena con fororo. El señor tiene su sistema para llevar: añade una tapa de papel aluminio bien sellada al vaso. Te preguntas cuántas personas se desayunan con ese vaso de avena y ya está. Volteas la mirada, vuelves a tu lugar. Precisamente estás haciendo esa cola para poder alejarte de esos pensamientos, de esas realidades.

Mientras las horas van pasando las personas se ponen más conversadoras. Hablan sobre distintos temas, pero dos predominan: los planes migratorios (adónde se van, cuándo se van, con quién se van, quién los va a recibir, qué saben del país al que van, qué tienen pensado hacer) y las experiencias previas en trámites similares a ese (cuánto tuvieron que esperar, los trataron bien o mal, tuvieron que hacer nuevamente el trámite, todo salió en orden).

Llegas a tu lugar en la cola y tu novia tiene cara de desconcierto, de estupefacción, como si acabara de ver un panda caminando por la Avenida Urdaneta. La interrogas, quieres saber. Sin salir de su sorpresa te cuenta sobre la chica que estaba unos puestos más adelante. Más temprano había venido con su tía. La señora se quedó haciendo la cola por ella mientras ella “resolvía algo” en el centro de Caracas, antes de las 6:00 am. Mientras tomabas aire, la chica llegó y le dijo a su tía en un tono más bien calmado “vámonos, se me quedó el pasaje”. La tía la miró extrañada, así como tu novia te ve ahora mientras te relata la historia, y le pidió a su sobrina que le repitiera. “Sí, tía, se me quedó el pasaje ¡y eso es lo más importante! Sin eso ¿cómo saben cuándo me voy? Vámonos”. Y se fueron. Nadie alrededor parece tan alarmado como tu novia. Tal vez no lo escucharon. Tal vez ese error les parece de lo más común. Ni tú ni tu novia lo entienden del todo. Hasta una hora antes de llegar estuvieron revisando los requisitos una y otra vez, era su cántico de guerra. En todos lados explican que la lógica detrás de la apostilla express es que ya tienes tu pasaje listo, pero no puedes conseguir una cita regular, por lo que debes ir con el pasaje en mano para exigir que te agilicen el procedimiento. Hace años que se habla de ese mecanismo ¿cómo es que no lo llevas? Te empiezas a cuestionar sobre las probabilidades de éxito de esta chica en el extranjero. Te preguntas si no estás siendo muy duro.

Tu novia te saca de tus cavilaciones comentando lo mucho que le duelen las piernas. A ti también. Ya van para dos horas de pie. Deciden “sacrificar” uno de los abrigos que llevaron. Lo ponen en el suelo putrefacto. Se sientan. Se dan un poco de calor mutuamente. Empieza a despuntar el sol.

7:00 am

La luz del día pone al descubierto caras que no sabías que estaban allí. De pronto las figuras que aguardaban en la oscuridad, como si fueran proscritos de la ley, muestran sus verdaderos colores, sus verdaderas facciones. Nunca has estado más convencido de que la realidad es un invento producto del juego de máscaras que crean la luz y los intrincados mecanismos que se esconden en el globo ocular.

No solo comienzas a percibir caras, sino que comienzas también a percibir movimiento. Quienes estaban sentados en el suelo se levantan. Hay cierto ajetreo. Un leve aire de confusión se mueve entre los apostillandos. El chico que está delante de ti vuelve de una breve excursión al principio de la cola. “Van a atender a los que tengan boleto hasta el sábado o el domingo”. Por un momento los ánimos decaen y aparece de nuevo el fantasma de tener que volver el lunes para poder completar el trámite. Le preguntas de dónde sacó la información. “Me dijeron la señora del café y el del kiosco”, te contesta. Lo miras un poco desconcertado. ¿Qué le hace pensar que esas son fuentes confiables de información en un caso como ese? Supones que es una de las formas en las que se manejan las cosas en Venezuela. Las autoridades y los poderes son así de difusos, de extraños, de informales. El muchacho que está detrás de ti parece opinar de forma similar a la tuya, así que decide acercarse y buscar una fuente de información más confiable. Vuelve con la noticia oficial de que aceptarán a personas con pasajes hasta el miércoles. Alivio. Podrán resolver hoy mismo. El muchacho les celebra su suerte. ¿Por qué suerte? Se supone que estás dentro de los cinco días hábiles que indican los requisitos… pero se te olvida que es Venezuela, que las leyes y las normas son tan flexibles como quien las interpreta, que capaz cualquiera te quiere joder.

La entrada hacia la sede principal del Ministerio de Relaciones Exteriores sigue revelándote escenarios que la oscuridad parecía tener escondidos. Sin moverte mucho, el peregrinaje te ha llevado de una ciudad silente y somnolienta a una ciudad activa, ruidosa y bastante fracturada. Pareciera que toda la actividad del lugar se mueve en función del grupo de personas que caminan en fila india hacia el recinto.

Sacas tu cartera y chequeas que tengas los timbres fiscales allí. Ya has escuchado en la cola que no los vas a necesitar en el momento (no recuerdas si lo dijo tu novia o alguien más), pero de todas maneras quieres chequear que los tengas. Algunos se mueven de aquí para allá buscándolos. En ningún ente oficial se consiguen. Lo más que puedes aspirar es a hacer un depósito a alguna cuenta bancaria del Estado y que utilicen el váucher como una especie de vale por un timbre fiscal. Sin embargo, eso sólo es válido dentro del territorio venezolano, donde todo es posible, la actual capital mundial de lo real maravilloso.

Para un trámite como el de la apostilla, tienes que tener tus timbres fiscales propiamente. Tu mamá tuvo que recurrir al mercado negro para encontrarlos; fácilmente Venezuela también pudiera ser la capital mundial de los mercados negros. En ese mercado paralelo un timbre fiscal de media unidad tributaria, cuyo valor debería ser de cuatrocientos veinticinco bolívares, tu mamá lo consiguió a diez mil. En efectivo, una especie en extinción. Pero había que hacerlo, aparentemente.

Mientras avanza la cola ves a una señora que camina en sentido contrario. La frase con la que ofrece su servicio te llama mucho la atención. La mujer (que luego sabrás que se llama Sol y que cobra por cualquier tipo de servicio asociado al proceso de apostilla express, desde hacer la cola por alguien más a las cuatro de la mañana, pasando por hacer asesorías, hasta intentar conseguir algún contacto en el Ministerio en el que trabajó por algunos años) dice con voz serena pero firme: “Tengo los timbres”. En tu mente se traduce a “tengo el poder”, porque así pareciera estar transmitiendo el mensaje. Ella ostenta en sus manos la respuesta a la necesidad de cientos de los que te acompañan en tu peregrinaje. Ella lo sabe. Ella sabe que lo que ofrece es necesario. Juega con eso, especula. Veinte mil bolívares en efectivo o no hay negocio. Lo siento, corazón, no acepto transferencias. Si quieres vas a Plaza Caracas, que los tienen en treinta mil. Un par de días después, tendrás que aguantarte horas de la señora Sol hablando mal del gobierno de Nicolás Maduro y culpándolo del estado al que hemos llegado como país y como sociedad. La oirás despotricando contra un Gobierno inútil y pacato, sí, pero te encontrarás pensando que más allá de todo lo que se pueda decir sobre los gobernantes es, en buena medida, por gente como ella, esos que perpetúan pequeños y grandes actos de corrupción cotidiana, que has tomado la decisión de irte del país. Te da miedo terminar como ella. Peor aún, te da miedo saber que tienes en ti mucho de lo que ves en ella.

Se van acercando al destino y notas que algo está sucediendo con la chica que está junto delante de ustedes. La acompaña su padre, que ha estado toda la jornada yendo y viniendo, llevándole pequeños mensajes que le transmite en susurros que solo ellos dos comprenden. Ahora pareciera que la situación se hace más crítica, pues se acaban los susurros y comienzan a hablar en un tono de voz más alto. La situación es que la chica se ha presentado a la cita con su boleto impreso, pero sin el sello húmedo correspondiente. De nuevo la pregunta sobre qué tanta atención presta la gente, de nuevo el cuestionamiento sobre el éxito de esta chica en el exterior.

El papá comienza a hablar con ustedes, les comenta la situación. Tu novia y tú se miran. Quieren reprenderlo y decirle que lo del sello húmedo estaba escrito muy claramente. Pero él mantiene este discurso de “qué fastidiosos” o “igual le decimos y él te puede pasar sin problemas”. Piensas que nos vamos de Venezuela, pero no dejamos de ser venezolanos. Tal vez esto viene de muy atrás, pero piensas que ese tipo de actitudes, esa forma de afrontar la vida como si todo fuera resoluble con un salto a las leyes, es el verdadero Legado del que se habla con tanto abolengo de parte de muchas caras visibles del chavismo. Al final la chica no puede entrar, no por la falta de sello húmedo, sino porque su boleto es para el jueves siguiente. Ustedes sí logran pasar. No pueden creer lo lejos que han llegado, en tan poco tiempo y sin ningún inconveniente.

Antes de entrar aparece de nuevo la tía de la chica que no llevó el pasaje. Se quedó en la puerta esperándola para poder pasar directo al momento en que llegue. No solo olvidó el boleto, sino que tampoco había imprimido su certificado de antecedentes penales, documento que debía apostillar ese día. “Buena suerte en el extranjero”, susurras, antes de pasar.

8:00 am

Adentro te recibe la sospechosa amabilidad de uno de los empleados del Ministerio. “Por favor, ubíquense por este lado y, solo cuando avancen las personas de allá, avanzan ustedes también en esa dirección. Muchas gracias”. Está atento de las personas mayores, de las mujeres embarazadas, de los padres con bebés pequeños. Arrugas el ceño, te rascas la barbilla, ¿será cierto que este tipo es así de amable y servicial y ya? ¿Hay algo detrás? ¿Será que nos quiere joder? El tiempo allí te va a mostrar que no, que sí hay gente dispuesta a hacer bien su trabajo en un organismo público, por muy descabellada que suene esa idea.

Una vez dentro la meta se ve mucho más alcanzable, pero las piernas tiemblan, los párpados pesan y el cuerpo en general reclama. Unas sillas rojas se ven apetecibles en cierto punto a la distancia; sin embargo, todavía faltan unas cuantas vueltas de caracol en esta fila interminable para que puedas obtener esa preciada recompensa.

Otro funcionario se acerca y comienza a hablar en voz alta. Lo hace con dureza, pero no con altivez. Intuyes que no es la persona más simpática del mundo, pero no te parece que los esté tratando mal. Explica que el proceso solo lo puede llevar a cabo el titular del pasaje o, en caso de tratarse de un menor de edad, el padre o madre del menor. No hay posibilidad para que el trámite sea realizado por un tercero, llámese tío, primo, cónyuge, lo que sea. El hombre remata con una frase que te parece genial: “Recuerden que esto es un organismo consular como cualquier otro en el que han hecho trámites, aquí hay reglas y normas que se deben cumplir”. Te imaginas a las personas buscando el ADN de sus abuelos para llevarlo a la Embajada Española sin problemas, pero poniendo todos los reclamos posibles si les piden el pasaje con sello húmedo en el Ministerio de Relaciones Exteriores local. Alguien por ahí levanta la mano preguntando si con un poder puede hacer el trámite. Ante la negativa del funcionario, insiste: “pero está notariado”. Bajas la mirada. Supones que lo que puede ser lógico para ti no necesariamente lo es para los demás. Te suena casi obvio que, si la persona aún no se ha ido del país, debería estar en plenas facultades para hacer su trámite por sí misma, sin necesidad de un poder. Esta persona no opina lo mismo, evidentemente.

Sigues caracoleando por la sala, buscando alivio al recostarte de las paredes, cerrando un poco los ojos para dejarte llevar por el sueño aunque sea un par de segundos. Quienes se sientan en las ansiadas sillas rojas llenan un pequeño formulario en el que deben indicar la cantidad de documentos que dejan y de qué tipo son. Una señora le pide asesoría a otra. Pasa con algo de torpeza por encima de un muchacho, posiblemente su hijo. Escucha con atención lo que su asesora tiene para decirle. No sigues muy bien la conversación hasta que la mujer dice algo como “ah no, yo no tengo eso”. La otra la mira con los ojos bien abiertos. “¿No tiene el título certificado, los papeles legalizados?”. La otra la ve con ojos vidriosos, vacíos, no tiene la más mínima idea de lo que le habla su interlocutora. Niega con la cabeza y se queda en silencio. En la cara de la otra mujer ves reflejada tu misma pregunta: ¿cómo es que esta señora llegó hasta acá sin saber que tenía que registrar y legalizar sus documentos antes de proceder a apostillarlos? “Bueno, yo ahí veo cómo resuelvo”, dice la primera mujer, antes de volver a su asiento y completar el formulario que le habían dado. ¿Cómo va a resolver?, te preguntas. ¿Será que pedirá un permiso de treinta minutos para ir a hacer una certificación y legalización express de título y demás documentos? Si algo no le puedes quitar a los venezolanos que has estado viendo en este peregrinaje es su alta confianza en sí mismos: están convencidos de que pueden superar las condiciones más adversas en tiempo récord.

Avanzas y dejas atrás a la mujer sin legalizaciones. Pasan unos cuantos minutos antes de que puedas sentarte en las ansiadas sillas rojas. Te dejas caer, te relajas un poco, cierras los ojos y duermes. Duermes porque te hace falta.

9:00 am

Abres los ojos en los asientos rojos, pero ya no son los mismos. Ahora estas a unos cuantos pasos de las taquillas donde recibirán tus documentos. Todo el trayecto sentado ha sido como un sueño raro. No recuerdas los cambios de silla, no estás muy claro de cuándo y cómo rellenaste el formulario que tienes en las manos. Ahora espabilas un poco y prestas atención, porque la gente se pone hostil cuando alguien se tarda mucho en dirigirse a una taquilla luego del grito de “siguiente” y esa hostilidad te pone ansioso.

Cuando llega tu turno entregas tus documentos. Recitas nuevamente el mantra: original y copia del boleto de avión con sello húmedo, fotocopia de la cédula, el documento a apostillar, un timbre fiscal de 0,5 unidades tributarias por documento. Te dicen que guardes el timbre, tú lo pegas después. Reciben los documentos, te dan una especie de factura. Debes regresar el viernes a buscarlos. Algunos funcionarios te dicen que es un procedimiento mucho más rápido, porque los viernes sólo se entregan documentos.

Al salir escuchas al chico que estaba delante de ti en la cola discutiendo con una de las empleadas. Al parecer ya había ido a apostillar documentos muy recientemente. Según el portal web, debes dejar pasar cuarenta y cinco días para solicitar una nueva cita o para llevar documentos a apostilla express. El muchacho había ido hacía menos de un mes. No sabes si le recibieron los documentos. No sabes si es que no estaba al tanto de la restricción temporaria o tan sólo se lanzó a ver si lo lograba, a ver si conseguía doblar la norma lo suficiente para que funcionara a su favor, a ver si nadie lo quería joder y lo dejaban hacer el trámite.

Sales a la luz del día y caminas un poco por el centro de la ciudad junto a tu novia. Ella te dice “No puedo creer que lo logramos y fue tan sencillo. Lo más loco es que a esta hora es cuando está empezando mi día normalmente”. Ya tienen cinco horas despiertos. Se preguntan si hacer trámites de ese tipo implica lo mismo en otros países. Se imaginan llegando de madrugada a un ente público en la ciudad a la que van y no encontrando a nadie, simplemente porque su venezolanidad les ganó y los hizo llegar antes del amanecer para que nadie los quiera joder.

Ahora te preguntas qué vas a hacer con el resto del día. Con el resto de los días.

Un tiempo después

Buscar el documento implicó una jornada similar. Ese día llegaste a la misma hora, 5:15 am, pero tenías el número setenta. No tuviste que esperar en un pasillo pútrido, con olores inmanejables, aunque añoraste un poco la protección que te ofrecía contra las corrientes de viento helado. Escuchaste nuevas historias, conociste personajes loables y otros nefastos. Viste personas que llegaban a pedirle hasta catorce timbres fiscales a la señora Sol. Evitaste su mirada a toda cosa. No querías ver directo los ojos de esa cara de Venezuela.

Ese día también viste de frente los chanchullos y tramoyas que se urden en ese lugar. Sin mucho aspaviento, el muchacho que estaba detrás de ti en la cola (muchacho a quien la señora Sol le empezó a hacer la cola a las 5:00 am, para que el pudiera llegar a las 6:00 am sin problemas), pasó por delante de ti, saludó a un funcionario con naturalidad, le dijo “falta que te deposite los otros quinientos mil” y siguió derecho a retirar su documento.

Ya con el documento en la mano, esa última parada en el plan para salir de Venezuela, te preguntas sobre esos personajes que parecían estar del todo perdidos. Lo comentas con tus amigos, lo subes en redes sociales. Te parece inaudito que, estando allí, puedas estar en tanto desconocimiento de los pasos, de las normas, de las reglas. Reconoces que no eran ni de cerca la mayoría, claro, pero ya te preocupa que haya al menos uno así de despalomado.

Alguien te dice que no se debe a un tema de espabilar o estar atentos, sino que se trata de la desesperación; la gente está tan desesperada que se lanza a lo loco a hacer todos estos trámites. Le comentas a tu novia sobre ese argumento y ella, con la firmeza que la caracteriza, contesta “No. No es un tema de desesperación. Si ya tú estás ahí, si te levantaste a las tres o cuatro de la mañana para llegar, lo mínimo que puedes hacer es asegurarte de que tienes todos los requisitos, todos los documentos”. Tiene razón, piensas. Eso sin contar con que ya tienes el boleto en la mano y es para fecha reciente. ¿Cómo te arriesgas a equivocarte en un trámite, en el último trámite? Tu rigidez solo te permite pensar que si vas a hacer las cosas, debes hacerlas bien en todo momento, no hay medias tintas. Y si se trata de abandonar el país, mucho más aún.

Tomado de: http://www.seisgrados.com.ve/2018/05/boleto-en-mano-experiencia-del-proceso-de-apostilla-express-en-venezuela/

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