Editorial El Comercio 05 de junio de 2018
“Las
tácticas utilizadas demuestran claramente un patrón con la intención de matar”.
Así, en una sola oración, el informe preparado por la Organización de Estados
Americanos (OEA) y un grupo de expertos resume cómo han operado las fuerzas de
seguridad del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela en los últimos años. Esta
semana, la OEA ha presentado la evidencia más detallada de lo que varias
organizaciones y ciudadanos se habían atrevido a denunciar anteriormente; que
en el país caribeño, bajo la administración del chavismo, se perpetraron
crímenes de lesa humanidad.
El
texto, además de recabar información sobre los abusos del régimen, concluye que
existe fundamento para denunciar a Nicolás Maduro y a diez altos funcionarios
ante la Corte Penal Internacional (CPI). Esto último, porque los atropellos
contra la población civil no solo se dieron de manera ‘generalizada’ y
‘sistemática’, sino que han sido enterrados por una judicatura politizada e
inútil, cuya única finalidad parece ser la de “brindar impunidad a los más
altos cargos”.
Los
números que dejan las más de 400 páginas del documento son escalofriantes:
8.292 ejecuciones extrajudiciales, 131 manifestantes asesinados, 289 episodios
de tortura, 192 de violación y casos de desapariciones forzadas desde el 2014.
Todos cometidos de manera sistemática, y todos, además, contra opositores al
régimen.
La
demencia que ha alcanzado el gobierno de Maduro desborda cualquier frontera. Y,
por eso mismo, interpela a toda la región en su conjunto. ¿Qué contemplación
cabe, sino, ante una tiranía que se ha mostrado capaz de aplastar a sus propios
ciudadanos con tal de perpetuarse en el poder?
América
Latina debe dejar la simple condena y sopesar la pertinencia de aplicar
acciones más concretas. Primero, porque se ha demorado, y mucho. Recordemos,
sino, que la crisis venezolana y el abuso de poder comenzaron con el maestro de
Maduro, el fallecido dictador Hugo Chávez. Y segundo, porque a estas alturas
pensar que la salida a la crisis de Venezuela es algo que debe competir solo a
los venezolanos resulta, francamente, un sofisma.
Porque,
¿qué solución interna cabe esperar de un país donde el ‘diálogo’ se ha
convertido en una herramienta estéril (como ha reconocido la propia OEA
refiriéndose al naufragio de las mesas de negociación), donde los canales
democráticos han sido tapiados (como ocurrió con el proceso revocatorio que el
régimen dinamitó groseramente en el 2016) y donde el poder electoral ha perdido
la más mínima garantía (como demuestran las evidencias de fraude de los últimos
cuatro comicios)?
Y
aunque es saludable que se contemple la posibilidad de que la CPI pueda juzgar
a los altos mandos del chavismo, esta no debe agotar todos los esfuerzos, pues
recién se halla en una fase preliminar. Casos como el de Colombia, cuyas
pesquisas preliminares se vienen dilatando durante 14 años, evidencian que la
prontitud no parece ser el atributo más destacado de la corte.
¿Qué
puede hacer la región, entonces, ante el apremio del drama de los venezolanos?
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