JAVIER FIRPO 07 de abril de 2019
Adonde
quiera que se mire hay un venezolano en Buenos Aires. Haciendo
delivery pedaleando, sirviendo helado, lavando platos, preparando café,
cocinando arepas, tocando joropo en el subte, atendiendo un local de ropa,
cuidando chicos o cargando nafta.
Llegan
con una mano atrás y otra adelante, universitarios y profesionales, para
trabajar de lo que sea y donde sea, sin importar qué y siempre con una
sonrisa. Salir de Venezuela se estaba convirtiendo en un sueño,
una ironía para tamaña desesperación.
De la
misma Venezuela, asolada por la crisis social, política y económica, hay otro
grupo que decidió escapar del caos para invertir y poner su propio
negocio y, también, para dar trabajo. "Procuramos llevar las
riendas, agradeciendo la posibilidad y generosidad que nos brinda la
Argentina", es el pensamiento general de los consultados por Clarín.
Dicen
los emprendedores que la emoción queda de lado, porque está en
juego la posibilidad de mejorar las condiciones de vida. "Sabemos que
estamos en un país donde la vida es difícil y cara para todos, y mucho más para
un extranjero, por lo que no son muchas las chances para
desperdiciar", reflexiona Esteban Gregoriadis (42), encargado del Bar
Parados, en Lavalle y Carlos Pellegrini, que abrió en agosto de 2016.
"Es
un lugar terapéutico, vienen muchos paisanos tristes, amargados, melancólicos y
aquí los tratamos de reanimar. Se toman una cervecita, se comen un
bocadillo y se quedan hasta la medianoche", describe Gregoriadis
quien, curiosamente, llegó a Buenos Aires no expulsado por la situación
geopolítica, sino para reencontrarse con su hijo, que vive aquí. "Yo
también la pasé mal y lloré... Estuve solo durante un año y medio, pero al
cliente le mostré siempre una sonrisa", revela.
Sin
buscarlo, se presentó una ocasión y la aprovechó: invirtió 20.000 dólares y a
los 45 días de su llegada abrió un local que empezó como
un café con dulces y facturas. "Duró 15 días la aventura, no entraba
nadie. Me terminé comiendo yo los churros, que aún siguen aquí", dice y se
señala su abdomen. Preocupado por las deudas, por el alquiler que empezaba a
correr, por su mujer y otro hijo que quedaron en Venezuela, barajó y dio de
nuevo. Cerró la cafetería un viernes y el lunes la abrió, pero comolugar
de comidas típicas.
"Me
empezó a ir bien, a entrar gente y a ser recomendado. No me puedo quejar, en
este país me va bien. Estoy donde quiero estar, no añoro aquello, porque hoy no
podría tener la vida que tengo aquí, donde trabajo 12 horas por día
para pagar los 2.500 dólares de alquiler y los sueldos de los seis
empleados".
Microcentro,
Palermo, Almagro o Monserrat. No importa el barrio, ellos se instalan
para abrir las puertas de un posible negocio y probar. Deben luchar contra
la inflación y conseguir una garantía para alquilar, pero esas luchas no tienen
nada que ver con las titánicas que debieron afrontar en su tierra natal.
Abogado,
de 30 años, Aníbal Muñoz llegó en agosto de 2017 desde Maracaibo. Asegura que
se fue, primero, por la situación de inseguridad. "A mí me iba muy bien
trabajando con la alcadesa de mi ciudad, pero no se podía salir a la
calle. Hasta que se desmoronó todo con la política de Maduro y
vinimos a la Argentina", cuenta Muñoz, quien llegó con su madre.
Mientras trabajaba
en un restorán de Palermo, donde empezó a lavar los platos y terminó como jefe
encargado, Aníbal pensaba cómo podía ayudar a su mamá docente. Y se le
ocurrió abrir un jardín maternal "para mantenerla ocupada".
En septiembre de 2018 abrió en Lavalle y Maipú Pequeño Araguaney, un espacio
para facilitar la adaptación de los más pequeños.
"Entendí
que se necesitaba un lugar como éste, para que el niño no pierda su identidad
cultural. No es sencillo para un niñito dejar un país para insertarse en
otro tan diferente. Los padres los traen aquí para recordar las
costumbres, la música, pero también entender el desarraigo, por eso tenemos
psicólogos en nuestro plantel", explica Muñoz, que alquila un amplio
espacio por $ 22.000 mensuales.
Habla
de "embajada", de "mina de oro social" y "refugio
cultural", también de "la primera guardería venezolana en
Latinoamérica". Expresa Muñoz que los chicos pueden estar doble turno
y que el jardín ofrece, además, médicos pediatras y dentistas
"porque muchos llegan después de viajar 15 días por tierra, y
tenemos que asegurarles todas las condiciones, además de las educativas".
Orgulloso,
afirma que es "un regalo para mi comunidad, que tanto sufre". Hace
saber que cobra una cuota mensual promedio de $ 4.500, que tiene 12 empleados
-todos venezolanos- y que es para pequeños de entre 18 meses y
cinco años. "Estamos por abrir una nueva sede en Almagro para
unos 150 chicos, con otros 20 empleados, por lo que nos cuesta
imaginar volver a Venezuela", admite.
Los
hermanos Kaial, Yanet (26) y Abelardo (28), desembarcaron a finales de 2016,
empujados por la crisis política y social. "El país entró en una
degradación social en la que la inseguridad se transformó en algo imposible de
transitar", explican los jóvenes procedentes de Maracay, adonde
ejercían como docentes. "Teníamos trabajo, pero no vivíamos con nuestros
sueldos".
Llegaron
y estuvieron un año estudiando las posibilidades del mercado argentino
hasta concluir que se dedicarían a explorar el universo gráfico.
"Nos sorprendió encontrar un nicho a desarrollar, por lo que decidimos
explotar esa tarea", puntualiza Abelardo. "A principios de 2018
abrimos Arkingraf, en Maipú al 400, y reconozco que nos va muy bien, mejor de
lo que esperábamos. Estamos muy contentos con el trabajo, con la sociedad y con
este país que nos abrió las puertas", agradece Yanet.
Hacen
de todo en el pequeño local donde trabajan, en el que gobierna una enorme
máquina ploteadora, que les costó US$ 18.000 y que ocupa la mitad del
espacio. Los Kaial diseñan banners, folletos, gigantografías, imprimen tarjetas
y hacen estampados, entre muchas cosas. "Trabajamos para una
clientela -empresas y particulares- en constante crecimiento, lo que nos
alienta a seguir adelante, confiar en nosotros y creer que, hoy por hoy, nuestra
vida está en la Argentina".
"Nos
tomó tres meses la remodelación del local", cuentan Mireya y Ayerim, madre
e hija, sobre el amplio y cálido bar Hacienda Coffee, en el corazón de
Palermo, un espacio que se inauguró en noviembre y que sería "imposible
abrir en Venezuela, porque ningún negocio es rentable allí".
Llegaron
desde Mérida, noroeste de Venezuela, en marzo de 2018. El local lo terminará
manejando Ayerim (26), ingeniera civil, porque Mireya se volverá a Venezuela
"con la idea de volver con mi marido y mi otra hija. Venezuela está
imposible", exclama. "La situación es cada vez más difícil,
luchar a diario por nada agota, y la Argentina es un buen país en el
que se pueden desarrollar pasiones como el café y el arte. Como dice
nuestro eslogan, 'El café es la excusa'", comenta Ayerim, también
bailarina.
Cuentan que
el café palermitano tiene seis empleados (argentinos, peruanos y venezolanos) y
que, como todo arranque, "se hace bastante difícil a nivel
económico, pero nada nos detiene, damos lo mejor todos los días,
buscamos mejorar cada producto y aprendemos con nuestros
clientes". Entre las dificultades, hacen saber, está el alquiler
que orilla los $ 60.000 mensuales, "que hoy en día no los recaudamos por
mes".
"Me
encanta Buenos Aires, es una ciudad completamente cosmopolita y muy generosa
con los compatriotas. He vivido en Vicente López, en el barrio chino y ahora en
Palermo, soy una andariega, es muy duro alquilar, pero nada
comparado a Venezuela. Aquí tenemos posibilidades de todo y más allá de que la
inflación y el dólar suben, la estabilidad que sentimos es
incomparable. Amo Venezuela, pero Argentina ahora es mi segundo
hogar", concluye Ayerim.
De 33
años, y viviendo hace tres en la Argentina, Ronald Martínez cuenta que en
Venezuela era dueño de una revista de temática general, que no pudo
mantener por el costo y la escasez de papel.
Procedente
de la cordillerana Nirgua, desde 2017 Ronald está al frente de "Fusión
Total", ciclo radial que se transmite a través de la emisora de Naciones
Unidas, FM 94.9, "que tiene como fin dar a conocer a emprendedores
venezolanos y motivar a los que andan de capa caída", explica y hace
saber que "contamos con sponsors que han confiado en nosotros y que nos
permiten mantener el espacio y seguir estando al aire".
Ronald
encontró en la Argentina su lugar en el mundo, ya que además se formó como
coach ontológico, y creó un espacio profesional donde asiste a
personas, organizaciones y empresas para alcanzar su máximo potencial.
"Ejerzo el coaching desde una asistencia para emprendedores, conectándolos
con sus sueños para que puedan lograr sus objetivos desde los recursos internos
que tienen".
Caraqueña,
Marlín Nakaris Ramón Borges, de 39 años, es licenciada en mercadeo.
Llegó con su marido y sus dos hijos en enero de 2017, impulsados por
la crisis política, económica y social. "Todos teníamos trabajos allá.
Pero ningún trabajo va a la par de la inflación. Cobrás en bolivares y
prácticamente gastas en dólares", ilustra.
El
matrimonio está al frente de una heladería en Palermo, a la que accedieron
vendiendo sus propiedades venezolanas. “La heladería surgió por algo fortuito,
ya que era de una amiga venezolana que se iba, y aceptamos la aventura
porque vemos que en Argentina se come helado en buena cantidad. Entonces,
estrategia de marketing mediante, hoy creemos que nos diferenciamos del resto y
atraemos a un público que viene por nuestros postres, que son únicos en forma y
estilo”.
Marlín
reconoce que arribaron con la intención de trabajar y ser empleados, pero las
circunstancias cambiaron y pudieron iniciar este proyecto familiar.
"Somos muchísimos los venezolanos que hoy hacemos vida en Buenos Aires
y hay una gran cantidad de personas que lograron hacer realidad sus
sueños en este hermoso país. Muchos tratamos de ser una opción para nuestra
gente, porque recién llegado no consigues nada y los gastos corren desde el día
uno".
Marlin
se emociona y revela que tiene su corazón en Venezuela, y la esperanza
de volver está latente. "Queremos regresar, reencontrarnos con
nuestras familias y volver al paraíso tropical que supimos ser. Es muy difícil
ser exiliado o expatriado, pero peor es serlo en tu propio país".
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