David Placer 17 de agosto de 2019
@dplacer
Cualquier
refugiado venezolano recién llegado a España afronta dificultades para
conseguir trabajo. Sin papeles, y en trámites de regularización, no sobran
empleos. Pero Lisset Franco, una venezolana que vivió en un refugio de Madrid,
cuenta cómo es posible tener tres trabajos diferentes al día para alcanzar un
sueño: traer su familia de Venezuela.
Apenas
entró en el refugio para solicitantes de asilo, Lisset Franco, una venezolana
de 46 años, recibió las instrucciones y normas del centro. Y una de ellas la
sorprendió. “Los refugiados no deben trabajar. Tienen que hacer cursos para
buscar trabajo cuando salgan del refugio”.
Pero
Lisset, una mujer hecha a sí misma, que mantenía su casa y a sus tres hijos en
Maracay, Venezuela, no podía aceptar la prohibición de trabajar. Y menos cuando
su hija pequeña, de 17 años, se había quedado en Venezuela. Sabía que
necesitaba generar dinero desde el primer día. Tenía que ahorrar al menos 3.000
euros para comprar pasaje, trasladar a su hija a Colombia y pagar gastos como
ropa y maletas que necesitaba la pequeña.
A
pesar de que recibía techo y comida, fue franca con los asistentes sociales.
“Yo no puedo hacer cursos. Necesito trabajar ya”. La determinación de Lisset,
que colaboraba con el refugio en la organización de actividades culturales,
hizo que los trabajadores hicieran la vista gorda.
Así,
Lisset salía desde muy temprano del refugio a la caza de ofertas de empleo, de
cualquier trabajo por horas, cualquier oficio a destajo. Un día vio un anuncio
en un edificio donde buscaban una mujer para limpiar. Habló con el portero del
edificio, llamó y le concedieron el puesto. Unas horas para limpiar un
apartamento.
Lisset,
que había regentado un centro de estética en Maracay y que también cantaba en
locales y eventos, se esmeró en ese primer trabajo. Necesitaba el dinero y
debía mostrarse como una trabajadora responsable y eficiente. A los pocos días,
ya tenía cinco apartamentos. La recomendación en cadena hizo posible que fuese
sumando trabajos.
Pero
el pago de 10 euros por hora no era suficiente para la mujer que se había
propuesto traer a su hija en tiempo récord. Además, debía enviar dinero para
sus otros hijos universitarios que no disponían de ingresos suficientes para
mantenerse en Venezuela. Por eso, Lisset, que fue profesora de canto en su
tierra natal, y que cantaba en tascas, decidió probar suerte en el Metro de
Madrid.
“Al
principio tocaba canciones de Selena (Quintanilla, cantante mexicana). Pero
nadie me daba nada. Ni un céntimo. Me di cuenta de que a la gente le gustaban
las canciones que conocías. Y entonces decidí tocar canciones españolas”,
explica Lisset antes de prepararse para ingresar en el metro de Madrid para
pedir algo de dinero.
Los
cantantes que viajan en los vagones del Metro de Madrid (generalmente
inmigrantes) suelen tocar canciones de sus países: Perú, Bolivia, Argentina.
Pero Lisset decidió que tenía que tocar canciones que generaran más
sensibilidad en el público viajero del metro.
Entonces,
comenzó a interpretar Cuando los sapos bailen flamenco, una
balada del grupo Ella baila sola que se popularizó a finales
de los años 90. La canción, que habla del desamor y de la pareja que no
volverá, fue todo un descubrimiento entre estación y estación.
-Esa
ha sido la canción con la que he ganado más dinero desde que llegué, confiesa.
La
cantante comenzó a compaginar su trabajo de limpiadora por las mañanas con la
de cantante del Metro de Madrid. Iba a limpiar y luego bajaba al metro. Cuando
estaba cansada de forzar la voz, volvía a otro apartamento para limpiar. Y al
final de la jornada, daba clases de canto.
-Cuando
salía del refugio, no tomaba ni un refresco. Todo el dinero que ganaba era para
ahorrarlo y enviarlo a Venezuela”, explica Lisset, que no se conformó con el
ingreso que ya tenía garantizado con sus tres trabajos.
Buscó
empleo a destajo como ayudante de cocina. Nunca había
trabajado en algo similar, pero explicaba a los responsables de las cocinas que
tenía muchas ganas y que necesitaba el dinero. Que ella quería aprender. Así,
hizo un curso intensivo en el oficio de pelar papas a gran velocidad. También
comenzó a trabajar en una panadería. La insistencia y las ganas de superación
la impulsaron a enfrentarse a sus propios miedos y pedir dinero a los pasajeros
entretenidos consus móviles, sus tabletas o escuchan su propia música en Spotify con
los auriculares.
-Es
verdad que no es fácil conseguir trabajo sin papeles. Pero yo conseguí tres.
Hay que buscar, salir, preguntar, tener ganas de conseguirlo. Eso es
fundamental. Tampoco puedes rendirte, darte por vencido. Hace falta constancia.
Y optimismo. Eso siempre lo tuve, señala la cantante.
Después
de seis meses en el refugio, logró un apartamento pagado por la Cruz
Roja. Ahora vive con su hija y su sobrina. Las tres trabajan para pagar las
cuentas. Y cada vez que necesita dinero, baja al metro, con su rutina de tres
canciones: la primera, la del dúo Ella baila sola. Las otras dos
del grupo español La quinta estación.
Son
melodías inusuales para unos músicos de metro. Su compañero se presenta: “Somos
de Ecuador y Venezuela”. La cantante venezolana comienza su rutina, con
melodías suaves, canciones de melancolía. Se mueve con soltura en el pasillo
del vagón, gira sobre los barrotes, mira a los pasajeros a ambos lados del
tren. Y canta la canción El sol no regresa, una melodía también
dedicada a los amores acabados, a las relaciones terminadas pero que también
puede ser una canción para los venezolanos que, como Lisset, intentan
sobrevivir en refugios, en trabajos precarios fuera de su país. Sin techo, sin
dinero y sin contactos ni amigos lejos de su tierra.
“Hoy
te quiero contar que todo va bien aunque ya no lo creas. Aunque a estas
alturas, un último esfuerzo no valga la pena. Hoy los buenos recuerdos se caen
por las escaleras. Y tras varios tequilas, las nubes se van pero el sol no
regresa”.
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