Ángel Oropeza 11 de mayo de 2023
@angeloropeza182
El
tamaño y características de la altísima migración venezolana de los últimos
años han sido ampliamente estudiados desde varias perspectivas y sobrepasa el
objetivo de este artículo. Pero es importante poner el acento en esta
oportunidad en tres de sus consecuencias psicosociales de mayor impacto.
De acuerdo con la Encovi-UCAB 2022, más de 5 millones de venezolanos salieron del país a partir del año 2015. Acnur, la agencia de la Organización de las Naciones Unidas para los refugiados, coincide con esta cifra, que representa 18% de la población estimada para el año 2022. Otras agencias ubican el número de desplazados en cerca de 7 millones. Lo cierto es que la alta migración de los últimos años ha representado un enorme daño emocional con múltiples consecuencias sobre la psiquis colectiva, y con su secuela de familias fracturadas, hogares destruidos y niños en situación de abandono. Según Cecodap, el número de niños que son dejados por sus padres a cargo de otras personas ante la necesidad de emigrar ya supera el millón. De estos niños, 78% muestra cambios en su comportamiento, bajo rendimiento escolar, llanto fácil, desánimo, irritabilidad y sensación de abandono. Los efectos de este impacto en términos psicológicos y culturales son inmensos. Pero el daño estructural al desarrollo social y económico del país va todavía más allá.
Según
el INE (Instituto nacional de estadística), la proyección poblacional de
Venezuela para el año 2020 –según los datos del Censo del 2011– alcanzaba la
cifra de 32,6 millones de personas. Esa era la población que debía tener
Venezuela para ese año. Sin embargo, la proyección de la ONU para ese 2020
corrigió la estimación y ubicó la cifra en 28,4 millones de habitantes, es
decir, 4,2 millones de venezolanos menos. Y no sólo es grave la disminución
neta de la población, sino que la merma poblacional ha ocurrido principalmente
en el segmento etario entre los 18 y los 30 años de edad.
Como
consecuencia directa de lo anterior, Venezuela ya perdió la valiosa ventaja
para el desarrollo que significaba el llamado “bono demográfico”, que es el
período donde en un país la población económicamente activa (que se ubica
generalmente entre los 15 y los 60 años de edad) supera en cantidad a las
personas económicamente dependientes. Esta es una situación ideal para el
desarrollo de una nación, entre otras cosas porque es un período en el cual, al
inclinarse la balanza hacia las personas que están trabajando, se puede generar
mayor ahorro e inversión en el país, recaudar más tributos para la inversión
social, aumentar la tasa de crecimiento económico y mantener baja la presión
económica que significa la manutención de las personas dependientes y la
administración de programas de jubilación y seguridad social.
Hace
dos décadas se señalaba que esta situación de bono demográfico –que se vive muy
pocas veces en la historia de una nación– significaba una inmensa ventaja
comparativa con la que contaba Venezuela, y una envidiable herramienta para
apalancar su desarrollo. Se hablaba de la posibilidad cierta de seguir el
ejemplo de los llamados “tigres asiáticos” de la década de los noventa –Hong
Kong, Taiwán, Corea del Sur y Singapur– que aprovecharon exitosamente su bono
demográfico. Según las proyecciones del INE, y producto de una transición
demográfica “normal”, donde la pirámide poblacional va cambiando con el tiempo,
este valioso bono demográfico nos acompañaría hasta el año 2050. Lo
cierto es que ya para 2020 esa inmensa ventaja comparativa se perdió.
Hoy,
producto de la altísima migración, del impacto de la delincuencia (en Venezuela
más de 70% de los homicidios se comete contra jóvenes menores de 25 años, al
punto de que la principal causa de muerte en jóvenes en el país es justamente
el asesinato, lo que ubica a Venezuela como el país más peligroso del mundo
para personas entre 10 y 25 años de edad), de la disminución del aparato
productivo y empleador, y del deterioro de los servicios e instituciones de
educación y salud, la población joven venezolana disminuyó tan ostensiblemente
que el país perdió ya el bono demográfico. Este envejecimiento prematuro de la
población venezolana significa, entre otras cosas, mayores problemas sociales
relacionados con la tercera edad (especialmente atención alimentaria y de salud),
mayor presión fiscal sobre el Estado, menor capacidad de generación de riqueza
y reducción de la población. Adicionalmente, las personas que reportan
déficit de familiares que le apoyen emocionalmente, son más propensos a
episodios de morbilidad y a respuestas inadecuadas ante el entorno.
Y,
finalmente, según datos del reciente estudio de la UCAB sobre características
psicosociales de los venezolanos (PsicoData 2023), 75% de la población indicó
que en los últimos 2 años ha experimentado la falta de familiares o amigos por
causa de la migración. De ese 75%, el 29% señala que su salud se ha deteriorado
debido a ello, y 34% dice que le ha costado mucho retomar su cotidianidad
después de experimentar tales pérdidas, siendo esto más frecuente en mujeres y en
personas mayores de 65 años.
Como
se evidencia en las tres consecuencias psicosociales que se han analizado hasta
aquí, el problema de la migración venezolana va mucho más allá del número
escandalosamente alto de desplazados. La tragedia no es tan sólo gente que se
va, sino las huellas y traumas psicosociales –muchos de ellos probablemente
irreversibles– que la indetenible migración está provocando en las bases de lo
que somos como nación.
Ángel
Oropeza
@angeloropeza182
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