Rafael Uzcátegui 22 de noviembre de 2024
En una
Venezuela sin democracia, y sin medidas coercitivas unilaterales, la situación
de la población no mejoraría significativamente.
Para
seguir conversando sobre las sanciones, aportando elementos novedosos, los
invito a un ejercicio de imaginación política. La gira de Datanalisis,
Fedecámaras, Conindustria, Foro Cívico y otros ha tenido éxito. Luego de una
categórica argumentación, han logrado convencer a la comunidad internacional
que, haciendo precisamente lo contrario a lo conocido, el país se acercará más
a un momento de reinstitucionalización.
Que, levantando todas las sanciones, e incluso financiando al gobierno de Nicolás Maduro, se generará un mejoramiento generalizado de las condiciones de vida que, a su vez, creará burbujas democratizantes dentro del propio gobierno. Una Unión Europea sin Borrell y un Estados Unidos con Trump deciden que, para el 11 de enero de 2025, Venezuela estará libre de sanciones.
Frente
a esa situación hipotética, y luego de la desintegración de todas las medidas
coercitivas impuestas sobre el país, empero, la mejora en la vida cotidiana de
los venezolanos de a pie es imperceptible. Y ello, postulamos, por dos grandes
razones que se han omitido en la discusión sobre el tema: 1) La alergia
bolivariana al conocimiento técnico y 2) La existencia de un gobierno basado en
una coalición autoritaria con cuotas y esferas de poder e influencia. Todos los
recursos que, teóricamente, pudieran usarse para mejorar las políticas públicas
no terminarían de llegar a puerto por estas dos dimensiones.
Sobre
el primer aspecto, lo que hemos calificado como alergia bolivariana al
conocimiento técnico, tiene que ver con que los puestos de dirección gerencial
de ministerios e instituciones públicas no se designan por méritos
profesionales y técnicos, sino por lealtad ideológica. Esto fue hecho tradición
por Hugo Chávez y se ha exponenciado hasta el infinito por Maduro.
Y para
aclarar, no estamos sugiriendo que los cargos públicos deben ser ejercidos por
eunucos políticos, como si tal cosa fuera posible. Salvo las excepciones que
confirman la regla, los ministros de las principales instituciones han venido
de la cantera militar y partidista, y hasta el momento de su designación no
tenían ningún conocimiento o experiencia previa en el área. Luego de años de
enfrentarse a lo que calificaban como «tecnocracia», no es casual que nuestros
próceres endógenos hayan arrinconado a las instituciones de educación superior
a su mínima expresión en el país.
La
izquierda pre-chavista era particularmente culta e ilustrada, como lo
demostraron Domingo Alberto Rangel, Teodoro Petkoff, Américo Martín o Moisés
Moleiro. En contraste, el chavismo realmente existente ha erosionado el valor
del conocimiento como un bien social y atesorado colectivamente, sustituyéndolo
por una colección de lugares comunes y consignas. Por eso, durante sus primeros
años de gestión, muchos profesionales que eran parte del proceso, y fueron
designados a puestos de dirección, renunciaron tanto a su rol en el gobierno
como al propio movimiento, dada su propia experiencia en cómo se estaban
tomando decisiones.
Además,
dada la soberbia autocomplaciente –más el elemento que describiremos a
continuación– el ministro o ministra no tenía la humildad para reconocer que
debía rodearse de profesionales que sí tuvieran experiencia en la materia, sino
que se hizo acompañar de otros pares en su fidelidad ideológica.
No hay
inyección de recursos que prospere si al frente de un hospital o de un órgano
encargado de construcción de viviendas colocan a un militar o un cuadro
político, que piense que aquello puede manejarse como un cuartel o una célula
de propaganda.
Lo
anterior se multiplica a la enésima potencia por la segunda dimensión. Hugo
Chávez era la autoridad central del chavismo, equilibrando a sus diferentes
tendencias e integrantes, distribuyendo –en un eficaz balance– cuotas de poder
e influencia. Desaparecido el caudillo, y luego de los desastrosos resultados
electorales del 28-J Maduro ha perdido autoridad a lo interno del PSUV, por lo
que el chavismo, a partir del 10 de enero, será una coalición, en un equilibrio
cambiante e inestable.
Nuestros
socialistas endógenos han llevado hasta el paroxismo una característica de la
cultura política desarrollada bajo la renta petrolera en la Cuarta República:
Entender la gestión pública como un bastión de apalancamiento, tanto político
como económico. Hoy, cada una de las tendencias a lo interno del bolivarianismo
entiende la gestión gubernamental no como un bien público, sino como una guerra
de posiciones, la cual explotará lo máximo posible el tiempo que la ocupe.
Por
tanto, la corrupción es tanto una necesidad de empoderamiento frente al resto
de las tendencias chavistas en liza como una carta de supervivencia frente a un
futuro signado por la incertidumbre. El enriquecimiento súbito hoy ya es
estructural en el modelo de dominación que ha ocupado el territorio.
Lo
curioso es que esta situación no se vive como «corrupción», sino que se justifica
ideológicamente, y por tanto se transforma en una extraña «virtud».
Recuerdo en días de Hugo Chávez escuchar a uno de los jóvenes revolucionarios
ucevistas explicar cómo se estaban beneficiando del «Estado burgués» para
construir el «Estado revolucionario». Siendo así, la sobrefacturación o la
contratación de los miembros de mi propio círculo se vive como una actividad
militante a toda regla.
También
recuerdo cómo otra persona, con amplia trayectoria en la izquierda, me comentó
que los «sacrificios revolucionarios» terminaban convirtiéndose en una «cuenta
por cobrar» en la toma del poder. Y como la vida es irónica, este conocido, con
el tiempo, terminó teniendo un exilio dorado como embajador en los peores
momentos del madurismo. Para un ñangara los que cometen «corrupción» son los de
«la derecha», ellos lo que hacen es «expropiación revolucionaria» al Estado
burgués. Así es el delirio ideológico que nos subyuga.
Como
demuestra la situación de las empresas básicas de Guyana, la fábrica estatal de
hemoderivados Quimbiotec, la compra de alimentos para las bolsas Clap o el
manejo de la propia Pdvsa, por citar algunos casos, la privatización del Estado
para fines partidarios y personales es inherente al socialismo del siglo XXI
realmente existente entre nosotros. Y si antes había cierto pudor en el manejo
administrativo bajo la mirada de Hugo Chávez, la necesidad que una mentira sea
mantenida por 3 millones de personas –la supuesta victoria electoral el 28J–,
ha eliminado las contenciones morales que quedaban al uso discrecional y
particular de los recursos públicos.
Con la
corrupción elevada a esta magnitud, no habrá aluvión de dinero que finalmente
permita que los beneficios lleguen, de manera sostenible y permanente, a la
población.
Rafael
Uzcátegui
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